LA EUCARISTÍA, PREFIGURADA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

LA EUCARISTÍA, PREFIGURADA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

La existencia de múltiples relaciones e interdependencias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento es hoy un patrimonio universalmente admitido. Este hecho es consecuencia de un gran esfuerzo realizado desde hace un siglo, y especialmente en los últimos decenios, en los campos bíblico, patrístico, litúrgico y dogmático. Gracias a este esfuerzo se ha redescubierto que el proyecto salvífico de Dios es una realidad unitaria y lineal, que, en su revelación y realización, se ha llevado a cabo de un modo progresivo, y mirando siempre hacia la plenitud de los tiempos y, más en concreto, al Misterio Pascual de Cristo.

Es lógico, por tanto, que los modernos estudios sobre la Sagrada Eucaristía traten de las instituciones, ritos, profecías y figuras del Antiguo Testamento, que se refieren a ella, con el fin de enmarcarla de modo más adecuado y comprenderla con mayor hondura.

Siguiendo esta metodología, estudiaremos aquí algunas realidades veterotestamentarias relacionadas con la Eucaristía; concretamente: el memorial de la Pascua, la sangre de la Alianza, el sacrificio del Siervo de Yahvé, el sacrificio del gran día de la expiación, la profecía de Malaquías, el sacrificio de Melquisedec y el maná.

1. La Pascua judía

A) La fiesta pastoril de primavera

Como los demás pueblos nómadas circundantes, los pastores israelitas celebraban cada primavera el sacrificio de un cordero joven, que ofrecían a Dios para obtener la fecundidad del ganado a fin de que resultara bien la trashumancia, que comenzaba en esa época del año.

El rito de este sacrificio incluía dos elementos fundamentales: la aspersión de la sangre sobre los palos de la tienda y la manducación del cordero, acompañada de hierbas amargas propias del desierto y panes ácimos, y al estilo pastoril, es decir: ceñidos los lomos y con las sandalias puestas. El cordero se comía sin romper los huesos de la víctima (Ex. 12, 46), simbolizando una esperanza futura, en cuanto que Dios, al aumentar la fecundidad del ganado, hacía revivir la víctima.

B) La Pascua del Éxodo

Hay un momento en la historia de Israel en el que tiene lugar un acontecimiento que cambiará el curso de esa historia: la intervención milagrosa de Dios en favor suyo, librándole de la esclavitud de Egipto y conduciéndole, después de los sucesos del Mar Rojo, hasta la falda del Sinaí, estableciendo con él una alianza (Ex. 12, 1-14).

Según los planes de Dios, esta intervención salvífica no estaba destinada a ser un mero suceso grandioso de la historia de Israel, sino que había de ser una realidad vivida por todas las futuras generaciones: «Este será un memorial entre vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación» (Ex. 12, 14). Dios mismo dio a Moisés la orden y el modo de celebrarlo (Ex. 12, 1-14), y le ordenó trasmitirlo al pueblo (Ex. 12, 21-27).

Siguiendo las disposiciones divinas, todos los años, el día 10 del mes de Nisán (Abib, antes del exilio), cada familia separaba del resto del ganado un cordero o cabrito de un año y sin defecto. El día 14 del mismo mes lo inmolaba entre dos luces. Luego, con la sangre rociaba las jambas y el dintel de la puerta de la propia casa. Finalmente, entrada la noche, cada familia (a veces, varias familias reunidas) comía el cordero asado, con un ritual parecido al que usaban los pastores en su fiesta de primavera.

Sin embargo, el paralelismo con la fiesta nómada quedaba completamente superado, porque la Pascua judía arrancaba de la liberación de Egipto. Eso explica que todos los elementos cultuales tengan un simbolismo salvífico: la sangre del cordero significaba la salvación concedida por Yahvé en aquel momento; las hierbas amargas, la amargura de la esclavitud; los panes ácimos, la salida precipitada, que impidió su fermentación; los vestidos puestos, la actitud de marcha.

Por otra parte, cuando los judíos celebraban la Pascua, bien como rito exclusivamente familiar bien como rito de peregrinación (desde Josías: 2 Re. 23, 21-23), que se iniciaba en el Templo y concluía en casa con la cena pascual, no sólo recordaban un hecho salvífico pasado sino que reactualizaban ese hecho, insertándose ellos en su acción liberadora mediante la celebración del memorial de la Pascua, es decir: por un acto cultual que hacía presente, en un perpetuo «hoy-ahora », la acción salvífica divina, en la que participaban activa y fructuosamente.

Después del exilio, la Pascua adquirió una nueva dimensión, pues, gracias a los profetas que contemplaban el futuro a la luz del Éxodo, la salvación de Israel no se veía ya como una acción pretérita que se reactualizaba ininterrumpidamente, sino como una realidad futura en la que Yahvé liberaría definitivamente a su Pueblo. La garantía de esa liberación era la potencia salvífica desplegada por Dios en el pasado. Así se explica que, en tiempos de Jesucristo, los israelitas esperasen esa nueva y definitiva intervención divina cada vez que celebraban la Cena Pascual. La Pascua vino a ser, pues, no sólo un éxodo sino una expectativa mesiánica.

C) Connotaciones eucarísticas

La Pascua judía tiene muchas connotaciones eucarísticas. En primer lugar —lo veremos más adelante—, la Eucaristía es la nueva Pascua y fue instituida en un contexto pascual. En segundo término, el substrato conceptual e institucional de las palabras del Señor: «Haced esto en conmemoración mía» es el memorial de la Pascua. Además, San Juan (19, 36), inspirado por el Espíritu Santo, ha visto prefigurada la muerte de Cristo en la inmolaciónn de los corderos pascuales —al coincidir Su muerte con la hora en la que éstos eran inmolados— y la muerte y resurrección de Cristo en el hecho de que no le quebrasen los huesos. Por otra parte, muchas expresiones neotestamentarias, como la de «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado», encuentran su marco en el cordero pascual judío. Así mismo, el hecho de que en la Cena Pascual sólo pudiesen participar judíos de raza (Ex. 12, 43-49) o prosélitos cincuncidados (Ibidem), prefigura la Eucaristía como sacrificio exclusivo de los bautizados pero abierto a todos los que reciben la nueva circuncisión cristiana, es decir: el Bautismo. Finalmente, no puede olvidarse que Jesucristo, al instituir la Eucaristía, usó pan ácimo o pan pascual.

D) La Pascua, unida a los Ácimos

Al igual que los pastores, los labradores tenían también una fiesta de primavera para festejar la nueva cosecha y ofrecer a Yahvé las primicias de la misma (Ex. 13,3-10 y Lev. 23, 9-14) . Durante siete días, se comía pan ácimo, simbolizando la ruptura de la nueva mies con la vieja levadura; es decir: el fin de una época y el comienzo de otra nueva.

La existencia de varios elementos comunes entre las fiestas de los Ácimos y de Pascua, vg.: la fecha de celebración, el carácter peregrinante y la comida de pan ácimo en la Pascua, motivó la fusión de ambas, dando origen a una sola fiesta, que comenzaba el 14 de Nisán y se prolongaba siete días a partir del 15 de Nisan (Lev. 23, 5-8).

Al fusionarse con la Pascua, los Ácimos perdieron su primigenio significado y se insertaron en los hechos del Éxodo, viniendo a simbolizar la rapidez de la salida de Egipto. De este modo, se incorporaron a la historia de la salvación (esos panes se comen «por lo que hizo el Señor por mí cuando salí de Egipto»: Ex. 13, 8) y cobraron especial importancia al convertirse en el rito con el que el paterfamilias abría la Cena Pascual.

2. La sangre de la Alianza

A) El hecho

La intervención salvífica de Yahvé en favor de su Pueblo, iniciada con la liberación de Egipto, concluyó en la falda del monte Sinaí (u Horeb) mediante la Alianza. Gracias a ella, Dios decidió entrar en íntima comunión de vida con su Pueblo, comprometiéndose a intervenir en favor suyo de modo permanente. Israel, por su parte, adquirió un compromiso de fidelidad, que excluía el recurso a otros dioses (la idolatría) y las alianzas políticas con los demás pueblos. A partir de entonces, Yahvé es el Dios de Israel e Israel es el Pueblo por excelencia de Dios, si bien esta especialísima elección no era para beneficio propio sino para servir a Dios en medio de los demás pueblos.

La ley fundamental que regulaba la Alianza, por lo que al pueblo se refiere, era el Decálogo (Ex. 20, 1-7); aunque luego se añadieron otras leyes: el Código de la Alianza (Ex. 20, 20-25); el Código del Deuteronomio (Dt. 12-26), el Código de santidad (Lev. 17-26) y ciertas disposiciones cultuales (Lev. 1-16). Todas estas leyes obedecían a un principio fundamental, la santidad: «Habéis de ser santos, porque yo soy santo» (Lev. 11, 45).

La Alianza tuvo tanta importancia, que así como el éxodo fue el acontecimiento determinante de la historia de Israel, la Alianza fue la institución fundamental que reguló las relaciones entre Israel y Yahvé.

B) Rito de la Alianza

La conclusión de la Alianza se realizó mediante un rito sagrado (cfr. Ex. 24, 1-18 y Ex. 33, 6, según se trate de textos atribuidos al Yahvista o al Elojista). Este rito tuvo dos partes: un rito de sangre y un banquete sacrificial o banquete de comunión.

a) Rito de sangre

Según Ex. 24, 3-11, después que Moisés leyó al Pueblo los compromisos que adquiría con Yahvé —aceptar todas sus «palabras y normas»— y el Pueblo dio su consentimiento, construyó un altar y doce estelas, correspondientes a las doce tribus, y mandó que unos jóvenes israelitas ofrecieran holocaustos e inmolaran novillos como sacrificios de comunión.

«Moisés tomó la mitad de la sangre y la depositó en vasijas; la otra mitad la derramó sobre al altar. Tomó después el libro de la Alianza y lo leyó ante el Pueblo, que respondió: Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahvé. Entonces Moisés tomó la sangre, roció con ella al Pueblo y dijo: Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros » (Ex. 24, 6-8).

Los hebreos identificaban la sangre con la vida, pues sabían por experiencia que al matar un animal salía de la sangre una especie de hálito o vapor, llamado «el alma que está en la sangre». Por eso tenían prohibido ingerir la sangre: «Guárdate de comer la sangre, porque la sangre es la vida y no debes comer la sangre con la vida» (Dt. 12, 23), pues sólo Dios es el dueño y señor de la vida.

Cuando Moisés asperjó con sangre el altar —que representaba a Dios—, a las doce estelas —que representaban las doce tribus—, y a todo el Pueblo, realizó un rito profundamente simbólico: Dios, a través suyo, manifestaba a su Pueblo que, además de un contrato bilateral (simbolismo contractual), tenía la voluntad de adoptar a Israel como hijo y comunicarle parte de su vida (simbolismo de comunión de vida). Los lazos que la sangre crea entre un padre y un hijo son los mismos que Yahvé contraía con su Pueblo mediante la Alianza. Esta comunión de vida se expresa en las palabras «ésta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros » (Ex. 12,8).

b) El banquete de comunión

Al rito de la sangre sigue un banquete sacrificial (Ex. 24, 9-11) entre Dios y los representantes del Pueblo. Es un banquete de alianza, que originariamente (relato del Éxodo) no tenía un carácter expiatorio; carácter que le darían más tarde los rabinos y se conservaba en tiempos de Jesucristo.

A pesar de la solemnidad con que se realizó la Alianza, el Pueblo la quebrantó con mucha frecuencia. Sin embargo, Yahvé permaneció siempre fiel y envió a los Profetas para que, además de reprochar al Pueblo su conducta y llamarle a la conversión, anunciasen la realización de una nueva y definitiva alianza (Jr. 31, 31-34).

C) Connotaciones eucarísticas

La Eucaristía, que es precisamente esa nueva y definitiva Alianza, fue instituida por Jesucristo como un rito de sangre de alianza: «éste cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre» (Le 22, 20; 1 Cor 11, 25) y un banquete de comunión de su propia Carne (de Sí mismo): «Tomad, comed: esto es mi Cuerpo». Hay que notar, también, que el binomio carne-sangre del Sinaí aparece en la promesa y en la institución de la Eucaristía.

3. El sacrificio del «Siervo de Yahvé»

A) El personaje: naturaleza y características

Se designa como «Siervo de Yahvé» al personaje que aparece en los siguientes textos isayanos: Is. 42, 1-7; Is. 49, 1-6; Is. 50, 4-9; Is. 52, 13-53, 12. Estos textos, llamados «Cánticos del Siervo», tienen como destinatarios a los israelitas que se encuentran desterrados en Babilonia.

El primero de ellos (Is. 42, 1-7) describe la personalidad de este misterioso personaje. Es un elegido por Dios para una misión altísima, a la que se entrega totalmente, de ahí el nombre de «Siervo». Su vida es absolutamente limpia e inocente, por lo cual es agradable a Dios. Su actitud respecto a los demás es humilde y respectuosa. Su misión, semejante a la de los Profetas, es universal.

B) El sacrificio del «Siervo de Yahvé»

Pero el rasgo fundamental es su relación con los pecados, de los que se ha hecho víctima expiatoria. Siendo personalmente inocente, carga con los pecados de todos (los muchos: Is. 53, 11-12 significa, por sinécdoque, todos). Sufre dolores sin cuento para cumplir su misión y entrega su vida «como sacrificio de expiación» (eso significa ashanv Is. 53, 10). Dios acepta ese sacrificio, puesto que «nosotros fuimos curados por sus llagas». A pesar de sufrir una muerte cruel: fue traspasado y destrozado, sobrevivirá a ella (resucitará) y recibirá la gloria de reconquistador y tendrá como posesión las muchedumbres (todos).

C) Connotaciones eucarísticas

Jesucristo se presenta como «Siervo de Yahvé» en las tres profecías sobre su muerte. San Mateo, por otra parte, hace mención explícita a Isaías cuando dice, en el relato institucional, que Jesucristo se entrega «por los muchos» (Mt. 26, 28). San Pablo (1 Cor. 11, 24; 1 Tim. 2, 6; Heb. 2, 9) y la primera comunidad cristiana entendieron que los muchos era equivalente de todos. Eso explica que San Pablo diga: «por vosotros». En Apc. 1, 5-6 y Tit. 2, 4 Jesucristo aparece como «Siervo de Yahvé» y «Víctima Expiatoria».

4. El sacrificio del gran día de la Expiación

A) Los sacrificios de Israel

El sacrificio ocupa un lugar privilegiado en todas las religiones antiguas y en todos los pueblos creyentes. Eso explica que los israelitas no sólo ofrecieran sacrificios, sino que éstos tuvieran para ellos mucha importancia.

Van Imschoot explica en estos términos la naturaleza del sacrificio israelita: es una acción ritual (ordinariamente la destrucción de un objeto o de un ser vivo) mediante la cual el hombre trata de entrar en comunión con la divinidad para rendirle homenaje, hacerla propicia, satisfacerla, o para protegerse contra su cólera y preservarse de influencias peligrosas o dañinas.

Entre los sacrificios israelitas pueden mencionarse los holocaustos, los sacrificios pacíficos y los sacrificios de expiación.

El holocausto consistía en quemar completamente la víctima: toros, carneros, (Lev. 2-9), etc. Originariamente tuvo un sentido latréutico (Gn. 8,20); más tarde se convirtió en sacrificio expiatorio (Lev. 1, 4). El ritual aparece descrito en Lev. 1,2-9; 2,1-3: la sangre se derrama sobre el altar y la carne se quema.

Los sacrificios pacíficos o de comunión eran aquellos en los que la víctima ofrecida era compartida por Dios y el hombre: la parte que correspondía a Dios se quemaba sobre el altar; el resto era comido por los oferentes y su familia (Dt. 12,26-27), salvo la parte que correspondía al sacerdote. Eran sacrificios de acción de gracias o el cumplimiento de un voto o el deseo de obtener algún beneficio. Tenían carácter festivo y alegre (1 Sam. 1, 3 ss.; 1 Re. 1, 9 ss.; etc.). El ritual principal está descrito en Lev. 3.

El hecho de comer en un lugar sagrado una parte de la víctima ofrecida a Dios equivalía a sentirse convidados por Dios para entrar en comunión con Él. Simbolizaba, por tanto, la unión entre Dios y los participantes.

Los sacrificios de expiación tenían por finalidad restablecer la unión con Dios, rota por el pecado, y aplacar la cólera divina.

Existían dos clases de sacrificios expiatorios: los ordinarios y el extraordinario del día del Yom Kippur. Los ordinarios sólo se ofrecían por los pecados involuntarios (lo que llamamos pecados materiales); para los pecados formales existía el sacrificio del «Día de la Expiación».

B) El sacrificio del gran día de la Expiación (Yom Kippur)

Se conoce con este nombre el sacrificio que el Sumo Sacerdote ofrecía por los pecados propios, por los de la casta sacerdotal y por los del Pueblo el día de la fiesta del Yom Kippur.

Según el ritual descrito en Lev. 16, 11-33, el Sumo Sacerdote entraba en el Sancta Sanctorum del Templo y ofrecía propiamente dos sacrificios: uno por sí mismo y los demás sacerdotes y otro por el Pueblo.

El sacrificio por sí mismo y los sacerdotes lo realizaba de este modo. Untaba un dedo en la sangre de un toro, rociaba con ella el lado oriental del Propiciatorio y realizaba siete aspersiones delante del Propiciatorio. El sacrificio por los pecados del Pueblo lo realizaba del mismo modo, pero con la sangre de un macho cabrío.

Seguidamente, hacía el mismo rito en el Sancta o Tienda de la Reunión.

A continuación iba al altar de los holocaustos (situado en medio del patio del Templo), donde hacía una aspersión con la sangre del novillo y del macho cabrío y untaba las extremidades del altar.

Por último cogía un macho cabrío. Se ponían las manos encima de él; se hacía la confesión de todos los pecados del Pueblo y un hombre le llevaba al desierto, donde moría cargado con los pecados de Israel. Al estar cargado de pecados, se convertía en animal impuro. Por eso, no era un rito expiatorio sino demostrativo: la imposición de las manos simbolizaba la trasposición de los pecados de Israel, y el envío al desierto, los pecados; los cuales ya habían sido borrados con el sacrificio previamente ofrecido.

Conviene hacer notar un dato importante. La expiación no se reduce al amor divino que desciende sobre el hombre para perdonarle, sino que incluye la reparación del hombre por la ofensa personal hecha a Dios con sus pecados. Es verdad que el pecado no lesiona la naturaleza divina, pero afecta al amor condescendiente de Dios; un amor tal, que el Antiguo Testamento no duda en calificar al pecado como adulterio (Ex. 16, 16; Dt. 31, 16; Is. 57, 8) y abandono de un hijo de la casa del padre (Os. 11, 3-4). El sacrificio expiatorio restablece el amor nupcial y el amor filial, rotos por el pecado.

C) Connotaciones eucarísticas

Las connotaciones eucarísticas de este sacrificio son muy acusadas. Lo realiza el Sumo Sacerdote; usa sangre; lo hace para expiar los pecados; y obtiene el perdón de los mismos.

Releídos estos datos a la luz de la Carta a los Hebreos, Cristo es ese Gran y Sumo Sacerdote, que con su propia Sangre, ofrecida como expiación de los pecados de todos los hombres, restaura la Alianza que había roto el pecado. Jesucristo realizó cruentamente este sacrificio en el altar de la Cruz y lo reactualiza ininterrumpidamente en todos los altares construidos en su Iglesia, donde Él sigue actualizando el Único Sacrificio agradable a Dios.

5. El sacrificio profetizado por Malaquías (1, 1-10)

A) La profecía

Malaquías aparece a principios del siglo V antes de Cristo, en un momento de profunda relajación religiosa de Israel, motivada por la errónea interpretación del mesianismo predicado por Ageo y Zacarías (futuro espléndido, pero no material sino espiritual), y la comprobación de su precaria situación sociopolítica: una comunidad mirada con displicencia por los pueblos vecinos y convertida en una minúscula provincia del Imperio Persa.

Ante esta situación, Malaquías reclama los derechos de Dios, echa en cara al pueblo sus pecados (negligencias en materia de culto, matrimonios con mujeres extranjeras, injusticias, fraudes y opresión a los pobres) y recrimina a los sacerdotes porque no instruyen al pueblo, dejan crecer los abusos y ellos mismos desestiman las acciones sagradas.

Más aún, promete para los tiempos mesiánicos un sacrificio que será ofrecido a Dios en todas partes y le será agradable.

Malaquías se refiere a un sacrificio ritual, no meramente espiritual porque al hablar del sacrificio nuevo emplea los mismos términos que al hablar del sacrificio levítico (que era ritual, no meramente espiritual). Este sacrificio no lo ofrecen los paganos, porque la expresión «mi nombre es grande entre las naciones» —que repite dos veces— sólo puede significar el reconocimiento de Dios por todas las naciones, es decir: el reconocimiento del verdadero Dios por los gentiles (el término hebreo «gogin» —nación, designaba a los no-hebreos), lo cual nos sitúa en un contexto mesiánico (cfr. Zac. 8, 20; Is. 2, 3; 18, 7). Además, se insiste en la universalidad de ese sacrificio: «en todo lugar, desde donde sale el sol hasta el ocaso» (el sacrificio levítico se realizaba en un lugar: el Templo).

B) Connotaciones eucarísticas

La tradición litúrgica, patrística y teológica ha visto en el oráculo de Malaquías una profecía eucarística. Baste recordar, por ejemplo, los testimonios de la Didaché, San Justino, San Ireneo y los Padres griegos y latinos casi en su totalidad. A estos testimonios hay que añadir los del Concilio de Trento (Ses. XXII, c. 1: D: 1738-939), el Catecismo Romano (II, 3, 75), y la transición de la actual tercera anáfora romana.

El testimonio del Concilio de Trento tiene una fuerza especial; pues, si no puede asegurarse que intentara definir el sentido eucarístico del texto en cuestión, está fuera de cualquier duda que es doctrina auténtica de Trento el proponer a Malaquías como preanuncio del sacrificio eucarístico (D. 1738-937-a).

6. El sacrificio de Melquisedec

Melquisedec es un personaje que aparece en Gn. 14, 13-20. El texto bíblico es muy parco al describir su personalidad, ya que silencia todo lo relacionado con su genealogía y descendencia, y se limita a decir que era Rey de Salem y sacerdote del Altísimo.

Según el texto citado, cuando Abrahán volvía victorioso a su tierra, tras haber derrotado a sus enemigos, Melquisedec salió a su encuentro y le «presentó pan y vino y le bendijo».

Los exégetas difieren en la interpretación de este texto, pues mientras algunos no dudan en darle un sentido sacrificial otros, en cambio, sólo ven en él una ofrenda de pan y vino como símbolos de hospitalidad. En el primer supuesto, el gesto realizado por Melquisedec sería una prefiguración de la Eucaristía; en el segundo, no.

Ciertamente ni el verbo hosi —literalmente: presentar, hacer salir—ni el «pan» y el «vino», ni el inciso «sacerdote del Altísimo» ofrecen argumentos decisivos para el sentido sacrificial.

Ahora bien, leído el texto a la luz de la Carta a los Hebreos, cobra especial fuerza la interpretación eucarística. Esta Carta, en efecto, ve en Melquisedec un tipo de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Heb. 5-7). Aunque no afirme que Melquisedec ofreciese un sacrificio, le presenta como Sacerdote de Dios Altísimo (Heb. 7, 1), Rey de Justicia y de Paz (Heb. 7, 2), sin genealogía, contra la costumbre de Israel (Heb. 7,3). Jesucristo, por su parte, no es sacerdote según el orden de Aarón sino según el orden de Melquisedec; además, al hablar de su sacerdocio, entre otras razones, indica que lo es por haber ofrecido un sacrificio de pan y vino.

Los Santos Padres, junto a la tipología sacerdotal de Melquisedec, han visto en el pan y vino la materia del sacrificio que él ofreció y, por tanto, una figura profética de la Eucaristía.

El Canon Romano, en la oblación posconsecratoria, relaciona estrechamente el sacrificio eucarístico y el de Melquisedec.

El Concilio de Trento (Ses. XXII, c. 1: D. 1740-938) enseña que Jesucristo, declarándose a Sí mismo constituido Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec, ofreció su Cuerpo y su Sangre a Dios Padre, bajo las especies de pan y vino.

Para la Vulgata el sentido sacrificial del texto no ofrece ninguna duda, pues hace esta versión: «ofreció pan y vino, puesto que era —erat enim— sacerdote del Dios Altísimo».

7. El maná

A) Naturaleza y significados

El Éxodo (16, 2-5. 9-16. 31. 35) habla de un alimento milagroso con el que Dios alimentó a su Pueblo en su peregrinaje por el desierto. El término que usa para designarle es el de manna, forma hebrea de la aramaica man, la cual depende de man hu (literalmente: «¿qué es esto?», admiración de los israelitas al verlo).

Los conceptos más importantes ligados al maná son los siguientes: a) don de Dios (Ex. 16, 4-5); b) don de alegría (Ex. 16, 31); c) don de fidelidad de Dios; d) pan de los fuertes (Sal. 77, 17-29); e) la Palabra de Dios que da vida a todos (Dt. 8, 2-3); f) la Palabra de Dios que alimenta una vida superior (Sab. 16, 20. 25-26); y g) alimento de la era mesiánica (literatura apócrifa judía). No es difícil percibir el paso de un sentido material, aunque milagroso (a.b.c), a un concepto espiritualizado (d.e.f.).

B) Simbolismo eucarístico

Jesús se refirió ampliamente al maná en los hechos recogidos por San Juan en el capítulo VI de su evjingelio, donde los temas del Éxodo (evidentes en las circunstancias de la multiplicación de los panes: están en el desierto, les da a comer pan milagroso, estando cerca la Pascua) están en conexión con la promesa de la Eucaristía.

El maná del que habla Jesucristo es nuevo y espiritual Sucesivamente es la Palabra de Dios, que El enseña (Jn. 6, 33), la Carne y la Sangre de Cristo sacrificado para la vida del mundo, que en la Eucaristía se convierte en alimento necesario para mantener esa vida en la eternidad (Jn. 6, 51.54.58).

Como veremos más adelante, Jesús ha querido vincular la promesa de la Eucaristía al recuerdo del viaje en el desierto y al maná, una figura profética de la Eucaristía. El tema del maná ayudó a los Apóstoles a comprender la Eucaristía y la Iglesia sigue recurriendo a él tanto en la catequesis como en la liturgia para mostrar la naturaleza y efectos de ese inefable misterio.


J. A. Abad Ibáñez, M. Garrido Bonaño O.S.B. Iniciación a la liturgia de la Iglesia Madrid: EDICIONES PALABRA

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