LA ASAMBLEA LITÚRGICA

LA ASAMBLEA LITÚRGICA

1. El término

El término asamblea —de origen francés— significa una reunión de personas para una finalidad determinada: recreativa, cultural, política, religiosa, etc.

En sentido religioso, asamblea es la reunión de una comunidad de creyentes para realizar conjuntamente unos ritos sagrados. En el Antiguo Testamento significaba, principalmente, el mismo Pueblo de Dios y sus reuniones cultuales. En el Nuevo Testamento y en la literatura cristiana primitiva, asamblea tiene tras de sí gran variedad terminológica: synéleusis, synagogé, synaxis, synerjomai, azroitsomai y coetus, convocatio, congregatio, collecta y los verbos de desplazamiento coire, convenire, congregan, los cuales, a veces, se precisan más, vg. in unum; aunque terminó imponiéndose ekklesía, vocablo trasliterado del griego al latín, que significa tanto la «comunidad de los cristianos» como la «reunión periódica de éstos en torno a la Palabra de Dios o a la Eucaristía». Aplicado a la liturgia cristiana, asamblea equivale hoy a «una reunión de fieles, jerárquicamente constituida y legítimamente reunida en un determinado lugar para celebrar una acción que la Iglesia considera litúrgica». Este es el sentido con el que aparece en los más recientes documentos magisteriales.

2. La asamblea en la Historia de la salvación

A) En el Antiguo Testamento

La Historia salvífica es una manifestación constante de que Dios no quiere la santificación y la salvación de las personas de modo autónomo sino dentro de un pueblo, de una nación, de un reino, donde se santifiquen y salven los individuos. En otros términos: aunque la salvación es personal, no comunitaria, Dios ha previsto, sin embargo, que tenga lugar dentro de una comunidad de salvación.

Asomándonos a las primeras páginas del Génesis, detectamos que los conceptos de Pueblo de Dios y de Reino de Dios están ya presentes, puesto que en ellas se descubre que toda la creación, incluso la material, ha sido ordenada por Dios para el hombre y éste a la vivencia de las relaciones amistosas entre él y Dios, introducidas por la gracia y los dones preternaturales que poseyeron nuestros primeros padres antes del pecado de origen.

Abrahán sale de su tierra y deja su parentela, para seguir la voz de Dios, que le promete darle en herencia un pueblo (Gn. 12, 1-2). Saúl reinará sobre el pueblo de Yahvé (1 Sam. 10, 1; 16, 7). Israel es el Pueblo Santo de Dios (Dt. 7, 6-9), según repiten insistentemente los profetas, sobre todo Isaías (41, 1-2; 8-9; 43, 10.20-21; 45, 4; 51), pueblo singular, único (Jr. 14, 12), pueblo elegido a pesar de que sería tantas veces infiel (Os. 2, 21-22.25; Am. 3, 2; Is. 1, 2-4; 18.21-22; Jr. 18,5-6.13-15). Esta pertenencia de Israel a Yahvé como Pueblo suyo se acentúa de modo especial a partir de la Alianza del Sinaí.

Por otra parte, en el AT la denominación característica de este pueblo teocrático, además de «Pueblo de Dios», es la de Q'hal Yahvé (=Iglesia de Dios) (Dt. 4, 8-12) y significa asamblea de Dios, congregación de Dios, en el sentido de que Israel es un pueblo religioso que, por libre y amorosa voluntad de Dios, ha sido elegido, llamado, separado de los demás, congregado en comunidad y consagrado de modo especialísimo a Dios en vista a una misión especial.

El mismo sentido tienen otras expresiones relacionadas con Israel: posesión de Dios, su heredad, gente santa amada por Dios, pueblo sacerdotal objeto de las promesas de Dios.

Las notas específicas de esta «iglesia de Dios» o «asamblea de Yahvé» son éstas: a) la iniciativa de la reunión pertenece a Dios, quien la ejerció de modo constitucional y solemne el día de la promulgación de la Alianza a los pies del Sinaí; b) los convocados son personas que han sido separadas de las demás para formar un pueblo de adoradores de Yahvé (Ex. 19, 4-6); c) la entrada en ese pueblo se realiza a través de unos ritos propios; d) la finalidad última de la convocación es tributar a Dios el culto que El mismo ha indicado: el culto ritual levítico y el culto espiritual de la propia existencia; y e) la asamblea tiene una estructura jerárquica dada por Dios mismo; es decir: aunque toda la nación es un pueblo sacerdotal, existe un sacerdocio ministerial querido por Dios, radicalmente distinto y superior al pueblo en las acciones cultuales.

Los libros sagrados hablan frecuentemente de las «reuniones » —asambleas— del Pueblo de Dios. Ateniéndonos a las más sobresalientes, cabe señalar las del Sinaí (Dt. 4, 10; 9, 10; 18, 16), la dedicación del Templo por Salomón (1 Re. 8, 2; 2 Cron. 6-7), la gran Pascua de la restauración del culto bajo Ezequías (2 Cron. 29-30), la renovación de la Alianza bajo Josías (2 Re.23) y la gran asamblea, con ocho días de duración, al retorno del exilio (Neh.8-9).

Los elementos que aparecen en la «reunión» por excelencia, la del Sinaí, son cuatro: a) la convocación hecha por Dios mismo (Dt. 4, 10); b) la presencia de Dios entre los reunidos (Ex. 19, 17-18); c) la proclamación que Dios hace de su Palabra (Dt. 4, 12-13); y d) el sacrificio de Alianza con que concluye la reunión. En las demás reuniones se repiten estos elementos, aunque, a veces, con algún matiz diferente.

B) En el Nuevo Testamento

Con mucha frecuencia el Nuevo Testamento presenta a los creyentes en Cristo como el nuevo Pueblo de Dios, heredero de las promesas divinas, a la vez que señala el carácter comunitario de sus reuniones religiosas. En este sentido destacan el libro de los Hechos y las cartas paulinas.

a) Los Hechos de los Apóstoles

Después de la Ascensión del Señor, los Apóstoles se reúnen- en la habitación alta donde moraban habitualmente (Act. 1, 13), y todos «perseveraban unánimes en la oración» (Act. 1, 14). Estas reuniones son habituales y de carácter litúrgico, según el sentido que tienen unánimes y sus derivados en la primera parte de los Hechos y en otros lugares neotestamentarios (cfr. vg. Rm. 15,6).

Por otra parte, los Hechos son reiterativos a la hora de destacar la unidad que reinaba en la primitiva comunidad cristiana: «día tras día, unánimes, frecuentaban asiduamente el Templo y partían el pan en las casas» (Act, 2,47; 3,12-13; 4, 32). La reunión cotidiana era signo y lugar privilegiado de esa unidad profunda (Act. 2, 47). La asamblea litúrgica actualizaba a la Iglesia y, de alguna manera, se identificaba con ella.

Pedro y Juan, después de su encarcelamiento, se dirigen a la reunión de los fieles (Act. 4, 20). Todos juntos, unánimes, alzan su voz para la oración, y en esta asamblea, unida en oración unánime, manifiesta el Espíritu sus dones (Act. 4, 31-32). Los Hechos de los Apóstoles mencionan también otras muchas asambleas (Act. 6, 2-6; 12, 12; 14, 29; 15, 30; 20, 7, etc.).

b) Cartas paulinas

En los escritos paulinos abundan los textos alusivos a la asamblea litúrgica cristiana, que es designada con el término ekklesía. Son bien conocidos, a este respecto, los textos de 1 Cor. 11, 17-23; 16, 14; Fil. 2; Col. 4, 15, etc. Los pasajes más importantes se encuentran en la primera carta a los fieles de Corinto.

La asamblea no es una reunión cualquiera: es la Iglesia misma, es el Cuerpo de Cristo, a quien se ofende cuando se comete una falta contra la asamblea. Esta tiene tanta importancia para san Pablo, que el uso de los carismas del Espíritu Santo debe estar regido por las exigencias del bien de la asamblea (Cfr. 1 Cor. 14).

La asamblea local debe tener en cuenta a las demás iglesias locales y a sus costumbres, es decir: a la Iglesia universal, presente, sin duda, en la asamblea litúrgica, aunque la trascienda.

En la Carta a los Hebreos hay varias alusiones a la asamblea cristiana, motivadas por la comparación de ésta con la asamblea del Pueblo de Dios en la Antigua Alianza durante su peregrinación por el desierto y las asambleas litúrgicas del Templo (cfr. Heb. 10, 19-25; 12, 22-24).

C) Durante los primeros siglos de la Iglesia

Son también bastante numerosos los pasajes de los Padres Apostólicos y de los primeros escritos cristianos que se refieren a la asamblea litúrgica.

En la Didaché se dice: «Reunidos cada día del Señor, romped el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro. Todo aquel, empero, que tenga contienda con su compañero, no se junte con vosotros hasta tanto no se haya reconciliado, a fin de que no se profane vuestro sacrificio». El texto es sumamente expresivo respecto a la naturaleza genuina del espíritu comunitario de la asamblea litúrgica, que no es una mera agregación de personas, sino una verdadera unión de corazones y de almas, con gran sentido espiritual.

Las cartas de san Ignacio ofrecen muchos testimonios sobre la asamblea litúrgica, hasta el extremo de poderse elaborar con ellos un tratado teológico sobre la misma. He aquí algunos ejemplos. Corred «todos a una con el pensamiento y sentir de Dios». «Sigúese de ahí que os conviene correr a una con el sentir de vuestro obispo, que es justamente lo que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de ancianos, digno del nombre que lleva, digno, otrosí, de Dios, así está armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la lira. Pero también los particulares o laicos habéis de formar un coro, a fin de que, unísonos por vuestra concordia y tomando en vuestra unidad la nota tónica de Dios, cantéis a una voz al Padre por medio de Jesucristo...». «Que nadie se llame a engaño. Si alguno no está dentro del ámbito del Altar, se priva del pan de Dios. Porque si la oración de uno o dos tiene tanta fuerza, ¡cuánto más la de los obispos juntamente con toda la Iglesia! Así, pues, el que no acude a la reunión de los fieles, ése es ya un soberbio y él mismo pronuncia su propia sentencia». «Por lo tanto, poned empeño en reuniros con más frecuencia para celebrar la Eucaristía de Dios y tributarle gloria. Porque, cuando apretadamente os congregáis en uno, se derriban las fortalezas de Satanás y por la concordia de vuestra fe se destruye la ruina que él os procura».

En la carta a los Magnesios dice: «A la manera que el Señor nada hizo contra su Padre, hecho como estaba una cosa con El (...), así vosotros nada hagáis tampoco sin contar con vuestro obispo y los ancianos; ni tratéis de colorear como laudable nada que hagáis a vuestras solas, sino, reunidos en común, haya una sola oración, una sola esperanza en la caridad, en la alegría sin tacha, que es Jesucristo, mejor que el cual nada existe. Corred todos a una como a un solo templo de Dios, como a un solo altar, a un solo Jesucristo, que procede de un solo Padre, para uno solo es y a uno solo ha vuelto».

Escribiendo a los fieles de Filadelfia añade: «Congregaos más bien todos con un corazón indivisible». Y exhorta a san Policarpo: «Celébrense reuniones con más frecuencia. Búscalos a todos por su nombre».

Hacia la mitad del siglo II, san Justino describe muy pormenorizadamente una asamblea litúrgica dominical y otra postbautismal: «El día del Sol —dice refiriéndose a la primera— se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades y en los campos, y allí se leen, en cuento el tiempo lo permite, los Recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los Profetas...». Lo mismo describe Tertuliano, en su Apologeticen, escrito en el año 197.

Por otra parte, las Actas de los mártires, según el testimonio de Dix y Jugmann, dejan constancia de la gran importancia que concedían los primeros cristianos a la asamblea, permaneciendo fieles a ella a pesar de las calumnias, las persecuciones y los sufrimientos de todo tipo.

Una de las páginas más elocuentes y emotiva de esta fidelidad se encuentra en el testimonio de los mártires de Bitinia. Llevados ante el procurador romano, éste mantiene un importante diálogo con el lictor Emérito. «¿Es verdad —le dice— que en tu casa celebráis la reunión contra el edicto del Emperador?». La contestación es tajante: «Sí, hemos celebrado la liturgia del Señor». «Y ¿por qué dejaste entrar a tanta gente?». «Porque son mis hermanos y no puedo rechazarlos », contesta Emérito. «Tenías que rechazarlos», insiste el procónsul. Pero Emérito responde: «No, no podía hacerlo, puesto que no podemos vivir sin celebrar la liturgia del Señor».

D) Épocas posteriores

Con el paso del tiempo decreció el fervor primitivo. Sin embargo, los Padres no dejan de insistir en la necesidad que tienen los cristianos de participar en las asambleas litúrgicas, a la vez que claman contra los que faltan, explicando el provecho espiritual que sacan cuantos asisten, apoyándose en la misma economía de la salvación y en la voluntad del Señor. Merece una especial mención el gran san Juan Crisóstomo, porque quizás es el Padre de la Iglesia que más y mejor catequizó a sus fieles sobre la asamblea litúrgica.

Esta quiebra de la importancia de la asamblea litúrgica se agravó durante la Edad Media. Aunque las concausas fueron muchas, quizás haya que destacar entre ellas la del progresivo oscurecimiento de la presencia de Cristo en la asamblea. El Concilio de Trento quiso poner remedio a esta situación. De hecho, entre los diversos abusos que pretendió corregir estaban éstos: que los domingos y días festivos no se dijeran las misas propias sino otras votivas, incluso de difuntos; que se celebrasen dos o más misas espacialmente tan próximas que mutuamente se dificultasen; que se dijera una misa privada mientras se cantaba una misa solemne.

Pese a estos intentos, la situación no mejoró substancialmente. Gracias a los estudios y dinámica del llamado «movimiento litúrgico moderno» volvió a revalorizarse la asamblea litúrgica. Contribuyeron poderosamente a ello la importancia dada a la misa parroquial, a la participación en la misa mediante las llamadas «misas dialogadas», y a la comunión dentro de la misa y la promoción del canto gregoriano.

De este modo, cuando se convocó el Concilio Vaticano II estaba preparado el terreno para que éste hiciera de la asamblea litúrgica un factor básico de la reforma pedida en la Constitución Sacrosanctum Concilium. Merece especial atención cuanto esta constitución enseña a propósito del carácter comunitario y jerárquico de la liturgia (nn. 26-32).

Los libros posconciliares han insistido en la misma línea, indicando claramente, incluso en las mismas rúbricas, el papel que correspondde al pueblo cristiano. Además, en el apartado de los Prenotandos doctrinales, de que siempre van precedidos, hablan tanto de la presencia del pueblo en las acciones litúrgicas como de su participación consciente y fructuosa, para asegurar el verdadero cariz comunitario que debe tener toda la actividad litúrgica. Esta doctrina ha comenzado a dar sus frutos, pues cada vez son más los fieles que valoran como conviene la naturaleza e importancia de la asamblea litúrgica.

3. Teología de la asamblea litúrgica

La asamblea litúrgica es una reunión de cristianos que ha sido convocada por la Palabra de Dios, está presidida por un legítimo ministro, se encuentra congregada en un lugar determinado para celebrar una acción litúrgica y goza de la presencia cualificada de Cristo.

Según esto, sus elementos estructurales son los siguientes: a) la convocación, hecha por Dios mismo; b) la presencia de Cristo; c) la proclamación de la Palabra de Dios, y d) el sacrificio de la Nueva Alianza, si se trata de la asamblea eucarística, o un rito sacramental —que siempre tiene relación con la Eucaristía— o la oración del pueblo que expresa el sacrificio espiritual de los cristianos. Explicitemos un poco los dos primeros elementos.

A) La asamblea, convocación de Dios

Para que haya asamblea litúrgica no basta con que se reúna un grupo de cristianos por propia iniciativa para celebrar un acto litúrgico. No es lo mismo, en efecto, asamblea litúrgica que colectividad religiosa. Para que ésta exista, es suficiente un conjunto material o físico de personas; en cambio, para que haya asamblea litúrgica se requiere que los reunidos estén allí para responder con fe a una invitación de Dios, que previamente les ha llamado a reunirse. La convocación es previa a la reunión, y hace que la asamblea litúrgica antes que realidad material sea un misterio. Esa convocación procede de Dios mismo, que llama a los creyentes a unirse a Cristo —sujeto principal de la liturgia y agente de la salvación— para, con El y en Él, tributarle un culto que le sea agradable. Gracias a ello, la oración de la asamblea litúrgica no es la suma de la oración de los cristianos que la integran, sino la oración con que cada cristiano, unido a Cristo, y en Cristo a los hermanos, prolonga y personaliza la oración viva de la Iglesia. Se comprende así que la asamblea litúrgica transforme la reunión en signo: signo sagrado de la congregación que Dios obra sobre la humanidad; congregación que sólo es posible si Dios toma la iniciativa y se acerca a cada hombre para revelarle y comunicarle su designio salvífico.

Este carácter de signo sagrado y salvífico de la asamblea litúrgica da lugar a que en ella puedan detectarse las cuatro dimensiones propias del signo litúrgico en general: las dimensiones conmemorativa, demostrativa, escatológica y comprometida.

La dimensión conmemorativa aparece en el hecho de las asambleas litúrgicas cristianas son el desarrollo, genuino y original al mismo tiempo, de las asambleas veterotestamentarias, puesto que éstas son la fase primitiva de la historia salvífica y, por tanto, tipo y figura de las asambleas cristianas. Gracias a la historia de la salvación —que es única y lineal—, en las asambleas litúrgicas cristianas se actualizan, de alguna manera, las mismas realidades de que eran portadoras las asambleas del Antiguo Testamento: el Pueblo de la Antigua Alianza y su misma historia, las cuales estaban radicalmente orientadas a Cristo y a su obra, así como a la Iglesia, continuadora de Cristo y de su obra hasta la Parusía final.

La dimensión demostrativa es aún más clara. En efecto, así como las asambleas del Antiguo Testamento fueron signos demostrativos y manifestativos del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, así también las asambleas litúrgicas cristianas manifiestan a la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios y Cuerpo Místico de Cristo; puesto que en cualquier asamblea litúrgica cristiana, sea pequeña o de grandes proporciones, se encuentra la Iglesia entera, sobre todo en la que preside el obispo (SC, 41), y es una manifestación, una demostración, una epifanía de la Iglesia.

La dimensión escatológica emerge del hecho de que la asamblea litúrgica no sólo es un signo demostrativo de la Iglesia en su realidad presente, sino también un signo profético de lo que será la Iglesia después de los últimos tiempos y un signo profético de la gran asamblea de los santos congregada en torno al trono de Dios para celebrar la liturgia eterna después del juicio universal. La liturgia celeste está realmente prefigurada en la liturgia terrestre, de tal modo que, participando en ésta, estamos ya pregustando la liturgia celestial. De este modo, la Iglesia peregrina manifiesta más plenamente su carácter escatológico (LG, 48) y realiza, ya en este mundo, su unión con la Iglesia celeste (LG, 50).

La dimensión comprometida (de compromiso) es consecuencia necesaria de las dimensiones anteriores. La asamblea litúrgica, en efecto, si es un signo conmemorativo de las asambleas de la Antigua Alianza, un signo demostrativo de la Iglesia terrestre, un signo escatológico de la futura y definitiva Iglesia celeste tiene que ser un signo comprometido de un estado de vida que sintonice con estas realidades y que responda al fin último al que tienden todas las acciones litúrgicas: la glorificación de Dios y la santificación del hombre. Este compromiso se realiza en un doble momento: dentro y fuera de las acciones litúrgicas.

El compromiso durante las acciones litúrgicas lo realiza la asamblea tomando conciencia de ser comunidad y actuando como tal; lo cual comporta un intenso ejercicio de la fe y de la caridad por parte de cada uno de los allí congregados, por las que se sentirán miembros del Cuerpo Místico de Cristo y fortalecerán su unión con Dios y entre sí. El compromiso extralitúrgico se realiza llevando a la vida ordinaria: familiar, profesional, social, etcétera, el estilo vivido durante las celebraciones litúrgicas; estilo que no es otro que la glorificación de Dios y la santificación propia y de los demás. Este compromiso fuera de las acciones litúrgicas lo rea- liza —como norma general— cada uno de los miembros de la asamblea, aunque ésta sea siempre el centro propulsor de dicho compromiso.

B) La asamblea litúrgica, espacio privilegiado de la presencia de Cristo

Los Santos Padres y el Magisterio de la Iglesia se han referido muchas veces a Mt. 18, 20: «Cuando dos o tres se reúnen en mi nombre allí estoy Yo en medio de ellos», de modo especial cuando tratan de la asamblea litúrgica. Podrían citarse otros textos en los que Cristo promete permanecer con la comunidad de los discípulos hasta el fin de los tiempos (Mt. 28, 30; Jn. 14, 18; 19, 16). Pero es preciso subrayar que Cristo está presente por su espíritu de una manera particular en su Iglesia cuando ésta se halla reunida, cuando confiesa que El es su Señor (1 Cor. 12, 13) y cuando los carismas distribuidos a cada uno obran para utilidad de todos (1 Cor. 12, 4-11), porque su presencia se manifiesta entonces como encarnada en su Cuerpo que es la Iglesia (1 Cor. 12, 12). La asamblea aparece así como un signo visible de la presencia del Señor que, por su Espíritu, realiza en cada instante la unidad de todos los miembros de su Cuerpo: la Iglesia en asamblea aparece como el sacramento de la unidad. Es una epifanía de la Iglesia universal.

La Didascalia Siriaca expresa esta unidad con gran vigor: «Enseña al pueblo, por precepto y exhortaciones, a frecuentar la asamblea y a no faltar jamás a ella; que estén siempre presentes, que no disminuyan la Iglesia con su ausencia, y que no priven al Cuerpo Místico de Cristo de uno de sus miembros; que cada uno reciba, como dirigidas a él, y no a los demás, las palabras de Cristo: quien no recoge conmigo, dispersa (Mt. 12, 13; Lc. 11, 23). Por ser los miembros de Cristo, no debéis dispersaros fuera de la Iglesia no congregándoos. Ya que nuestro Jefe, Cristo, se hace presente, según su promesa, y entra en comunión con vosotros, no os despreciéis a vosotros mismos y no privéis al Salvador de su miembro, no desgarréis, no disperséis su Cuerpo».

El Concilio Vaticano II, ahondando y ensanchando el camino abierto por la encíclica Mediator Dei (a. 1947), ha su- brayado la presencialidad de Cristo en la liturgia. Después de la afirmación general de que «Cristo está presente siempre en la Iglesia, especialmente en las acciones litúrgicas» (SC, 7), especifica los diversos modos de esa presencia, señalando expresamente que «Cristo está presente cuando la Iglesia suplica o canta salmos, el mismo que prometió: "donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos" (Mt. 18, 20)» (SC, 7).

Conviene advertir la importancia de la cita explícita de Mateo 18, 20, pues se trata de un texto fundamental en el tema de la asamblea, tanto por su significado comunitario —eclesial— como por estar encuadrado dentro de un contexto de caridad y amor fraterno, propio de todo el capítulo 18 y de la oración común (Mt. 18, 19).

El aspecto de la presencia de Cristo en la asamblea litúrgica aparece aún más subrayado en la instrucción Eucharisticum Mysterium (n. 9), donde se afirma que «Cristo está siempre presente en la asamblea de los fieles reunidos en su nombre (Mt. 18, 20)». Esta instrucción (n. 55) y la IGLH (n. 13) aplican esta doctrina a la asamblea que se reúne para rezar la Liturgia de las Horas.

Por su parte, la encíclica Mysterium Fidei (a. 1965), además de ratificar esta doctrina —dado que se refiere expresamente a SC, 7 y a Mt. 18,20—, se apoya en el conocido texto agustiniano: «Cristo ora por nosotros, ora en nosotros, y a Él oramos nosotros» (In Ps. 85, 1) para formular este principio general: «Cristo está presente en su Iglesia orante»; principio que matiza un poco más adelante con una expresión de enorme trascendencia: «De modo aún más sublime está presente Cristo en la Iglesia que ofrece en su nombre el sacrificio de la Misa y administra los sacramentos».

4. Notas de la asamblea litúrgica

La asamblea litúrgica tiene estas cuatro notas: es una reunión de toda la comunidad cristiana; es una reunión fraterna en la diversidad; todos sus miembros participan de modo consciente y fructuoso; y tiene un ambiente festivo.

A) La asamblea litúrgica, reunión de toda la comunidad cristiana

La asamblea litúrgica está abierta a todos aquellos en los que concurren estas dos realidades: haber recibido la fe de la Iglesia y no haber renegado de ella públicamente, y estar bautizado o en camino de recibir el bautismo. La Iglesia, sin embargo, puede excluir de sus asambleas litúrgicas a los excomulgados y aplicar la praxis antigua, según la cual tanto los catecúmenos como los penitentes eran despedidos antes de comenzar la liturgia estrictamente eucarística de la Misa.

En la Iglesia del inmediato pospentecostés, la asamblea litúrgica reunía a todos los que habían recibido la fe y el Bautismo, sin tener en cuenta su situación intelectual, cultural o social. Contemplando las primeras comunidades cristianas de culto se advierte que la asamblea litúrgica se opone frontalmente a las asambleas minoritarias o de élites, incluso de tipo espiritual.

La misma conclusión se impone cuando se analizan los participantes en las asambleas cristianas de los primeros siglos. Forman parte de ellas, los simpatizantes de la fe cristiana, los competentes o candidatos próximos al Bautismo, los neófitos o recién bautizados, los penitentes y los fieles.

Las asambleas litúrgicas, por tanto, no pueden estar reservadas a minorías selectas de ningún tipo, sino abiertas a todos los bautizados, con todas sus limitaciones e imperfecciones de tipo espiritual, intelectual, etcétera; y con todas las diferencias de edad, sexo, cultura o estrato social. Ciertamente, las diferencias no pueden ignorarse, ni las limitaciones legitimarse; pero ha de prevalecer la idea de que todos los miembros de la Iglesia son pecadores que confían en la misericordia del Señor y participan de la nueva situación creada por la redención de Cristo, donde ya no existe ninguna barrera de separación o discriminación.

Según esto, una asamblea intencionalmente especializada: de niños, de jóvenes, de hombres, de mujeres, de intelectuales, de rudos, de pobres, etcétera, no es el ideal al que debe tender una recta pastoral litúrgica. El paradigma modélico sigue siendo el que ofrece, por ejemplo, la Eucaristía dominical de una parroquia rural, donde se reúnen niños y ancianos, ricos y pobres, mujeres y hombres, sabios e ignorantes, fieles fervorosos y tibios.

La dinámica de la vida eclesial lleva consigo asambleas litúrgicas «especializadas»; basta pensar, por ejemplo, en una comunidad religiosa de clausura, en un centro gerontológico o en una residencia de estudiantes. Cuando los miembros de estas instituciones se reúnen para celebrar una acción litúrgica no forman de suyo asambleas cerradas, puesto que de hecho habrá diferencias culturales, sociales, económicas, espirituales y pueden tener un espíritu completamente aperturista, bien para acoger gustosamente a quienes circunstancial o definitivamente se integran en sus celebraciones, bien porque ellos participarían, o participan con toda naturalidad, en celebraciones litúrgicas distintas a las habituales.

B) La asamblea litúrgica, fraternidad en la diversidad

Una ley esencial de la nueva economía salvífica instaurada por Cristo es que el Pueblo de Dios reúne a todos los hombres, pasando por alto cuanto pueda humanamente separarlos o dividirlos. Muriendo por judíos y paganos. Cristo destruyó todas las barreras que los separaban (Ef. 2, 4) y posibilitó una Iglesia en abierta contraposición con Babel: la Iglesia donde la confusión deja paso a la intelección de una misma lengua por quienes hablaban lenguas distintas (Act. 2,6-11).

Para quienes creen en Cristo, no existe más que una sola fe, un solo Bautismo, un solo pan que todos comparten, un solo Cuerpo del que todos son igualmente miembros. Ni la fe, ni el Bautismo, ni la Eucaristía borran las diferencias humanas; pero las superan y transcienden. Por eso, la asamblea litúrgica debe manifestar esta diversidad y esta unidad, desechando las separaciones que podrían originar la diversidad de razas, lenguas, culturas, condiciones sociales y edades. Como decía san Juan Crisóstomo, «la Iglesia está hecha no para dividir a los que se reúnen en ella, sino para reunir a los que están divididos, que es lo que significa la asamblea ».

C) La asamblea litúrgica, comunidad participativa

Ya ha quedado expuesto que las asambleas litúrgicas no están reservadas a minorías selectas, sean del tipo que sean.

Esta afirmación hay que entenderla no sólo en sentido físico sino celebrativo; es decir: tiene que ser una comunidad donde todos participen de modo consciente y activo, puesto que todos los que forman parte de ella tienen la misma fe y han recibido el mismo Bautismo, y son miembros de la misma Iglesia.

Según esto, la acción pastoral no ha de orientarse en función de las «élites litúrgicas», sino de la totalidad —o, al menos, de la mayoría— de los que forman parte de la asamblea litúrgica.

D) Carácter festivo de la asamblea litúrgica

Toda asamblea litúrgica tiene carácter festivo por este doble hecho: porque celebra un misterio de alegría y de gozo: la salvación obrada por Jesucristo, y porque ella misma es portadora de un misterio de alegría y de gozo: la presencia del mismo Cristo. Refiriéndose a este segundo aspecto, decía san Juan Crisóstomo en una homilía en la que hablaba de Pentecostés: «Si ha pasado la cincuentena, no por eso ha pasado la fiesta: toda asamblea es una fiesta. ¿Cuál es la prueba? Las propias palabras de Cristo; Allí —dice— donde dos o tres están reunidos en mi nombre, estoy Yo en medio de ellos. Cuando Cristo está en medio de los fieles reunidos ¿qué mejor prueba queréis de que es una fiesta?»20. Este aspecto festivo existe incluso en las asambleas penitenciales, por ejemplo, en una celebración vigiliar o penitencial, pues siempre están presentes los dos elementos señalados.

La pastoral litúrgica tiene que enraizarse en este planteamiento teológico del carácter festivo de las asambleas litúrgicas, para que la dinámica celebrativa discurra por caminos salvíficos y no por los que derivan de un concepto profano o dramático de la fiesta.

5. Diversas funciones dentro de la asamblea litúrgica

Aunque todos los miembros de la asamblea litúrgica pueden y deben participar de modo consciente y piadoso, no todos pueden realizarlo todo. El motivo no es sólo ni principalmente de carácter prudencial, es decir: las exigencias de un cierto orden exigidas por toda celebración litúrgica; sino de tipo teológico, puesto que, por voluntad institucional de Cristo, la Iglesia es jerárquica y, por tanto, una realidad en la que existe diversidad de funciones, no obstante la igualdad radical de todos los bautizados.

Por este motivo, en las asambleas litúrgicas cada uno tiene un cometido específico. Algunos ejercen un ministerio, otros no. Los primeros se llaman ministros y los otros fieles. Los ministros pueden ser ordenados, instituidos y «de facto ». Unos y otros deben realizar todo y sólo lo que les corresponde (SC, 28).

A) Ministros ordenados

Son ministros ordenados quienes han recibido el sacramento del Orden. En concreto: los obispos, presbíteros y diáconos.

a) El obispo

El obispo posee la plenitud del sacerdocio y el supremo pastoreo en una porción del Pueblo de Dios, llamada diócesis. Esta potestad no la posee por delegación del pueblo, sino por haberla recibido del mismo Cristo a través del sacramento del Orden válidamente conferido. Por esto, el obispo es el principal dispensador de los misterios de Dios y, al mismo tiempo, el moderador, promotor y custodio de la vida litúrgica en la Iglesia particular que se le ha confiado (CD, 15- LG, 26).

Gracias a esta posición dentro del rebaño que apacienta, en las celebraciones litúrgicas sacramentales le corresponde el ministerio de presidir y actuar en la persona y en el nombre de Cristo-Cabeza, predicar con autoridad la Palabra de Dios y dirigir y moderar toda la celebración, de acuerdo con la normativa vigente. No es, por tanto, un mero responsable del buen orden en las celebraciones, sino el representante más cualificado de Jesucristo.

Esto es aplicable de modo especial a la celebración de la Eucaristía, por ser ésta la fuente y la cumbre de toda la vida litúrgica y de toda la actividad de la Iglesia universal y local. De ahí que «toda celebración eucarística legítima está dirigida por el obispo, personalmente o por los presbíteros, próvidos colaboradores suyos» (cfr. LG, 26.28; SC, 42): «Cuando el obispo está presente en una Misa para la que se ha reunido el pueblo, conviene que sea él quien presida la asamblea y que asocie a su persona a los presbíteros en la celebración, concelebrando con ellos cuando sea posible.

»Esto se hace no para aumentar la solemnidad exterior del rito, sino para significar de una manera más clara el misterio de la Iglesia, que es sacramento de unidad.

»Pero si el Obispo no celebra la Eucaristía, sino que designa a otro para que lo haga, entonces es oportuno que sea él quien presida la liturgia de la Palabra y dé la bendición al final de la Misa» (OGMR, 61).

En las acciones no sacramentales, vg. el rezo de la Liturgia de las Horas, le corresponde el ministerio de la presidencia (IGLH, 254).

b) El presbítero

Los presbíteros no tienen la plenitud del sacerdocio, pero son verdaderos sacerdotes, puesto que al recibir el sacramento del Orden, «por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en la persona de Cristo Cabeza» (PO, 2). Este sacerdocio está subordinado al del obispo, de quien es cooperador en el cumplimiento de la misión confiada por Cristo (LG, 28; PO, 2).

En las celebraciones litúrgicas, los presbíteros actúan como ministros de Cristo y representantes del obispo. Por eso, realizan las funciones del obispo —salvo algunas específicas de éste: vg. la ordenación sagrada—, especialmente en la celebración eucarística, «donde, obrando en nombre de Cristo y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de la Cabeza y representan y aplican —mientras llega el retorno definitivo del Señor— el único sacrificio del Nuevo Testamento» (LG, 28).

Por eso, «el presbítero, que en la congregación de los fieles, en virtud de la potestad sagrada del Orden, puede ofrecer el sacrificio, haciendo las veces de Cristo, preside también la asamblea congregada, dirige su oración, le anuncia el mensaje de salvación, se asocia al pueblo en la ofrenda del sacrificio por Cristo en el Espíritu Santo a Dios Padre, da a sus hermanos el Pan de la vida eterna y participa del mismo con ellos. Por consiguiente, cuando celebra la Eucaristía, debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y humanidad, e insinuar a los fieles, en el mismo modo de comportarse y de anunciar las divinas palabras, la presencia viva de Cristo.

En el rezo de la Liturgia de las Horas, si asiste el pueblo y no está presente el obispo, preside el presbítero de modo ordinario (IGLH, 254), siendo misión suya, «comenzar la invocación inicial, recitar la oración conclusiva, saludar al pueblo, bendecirlo y despedirlo» (IGLH, 256).

c) El diácono

Los diáconos reciben «la imposición de manos no en orden al sacerdocio sino al ministerio». Por eso, «en comunión con el obispo y su presbiterio, sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad» (LG, 29).

Los ministerios litúrgicos del diácono, en general, son: proclamar y, a veces (cfr. CIC, c. 767, 1), predicar el evangelio, proponer a los fieles las intenciones de la plegaria universal, y sugerir a la asamblea, con moniciones oportunas, los gestos y comportamientos que debe adoptar.

En cuanto a la Eucaristía, corresponde al diácono cuidar de los vasos sagrados, especialmente del cáliz, y distribuir la Sagrada Comunión a los fieles, especialmente bajo la especie de vino.

Los diáconos, además, son ministros ordinarios del Bautismo (CIC, C. 910), de la comunión (CIC, c. 910) y de la Exposición y Bendición eucarísticas (CIC, c. 943). Pueden asistir como delegados al Matrimonio (CIC, c. 1108, 1), presidir, en ausencia del presbítero y del obispo, el rezo de la Liturgia de las Horas cuando asiste el pueblo (IGLH, 254), realizando lo ya indicado al hablar del presbítero (IGLH, 256), «presidir el rito de los funerales y de la sepultura» (LG, 29; cfr. Ritual Español de Exequias, n. 28), etc.

B) Ministros instituidos

Se llaman ministros instituidos los que, mediante el rito de inslitución —que no es parte del sacramento del Orden—, son habilitados para realizar determinados ministerios en la comunidad eclesial. Actualmente pertenecen a este grupo: los acólitos, los lectores y, en cierto sentido, los laicos que han recibido el rito litúrgico para ser ministros de la Sagrada Comunión en ciertos casos.

a) El lector

El ministerio de lector es antiquísimo en la Iglesia; de hecho, de él habla expresamente san Justino al describir la celebración eucarística dominical. Después de varios siglos de vigencia y bastantes de declive, ha sido revalorizado por el Vaticano II.

El ministerio del lector tiene como objetivo específico la proclamación de las lecturas, excepto el Evangelio. El lector ejerce, pues, un servicio de mediación entre la Palabra de Dios y el pueblo al que va destinada y que debe acogerla y darle respuesta.

Pueden ser instituidos lectores de modo estable sólo los varones que tengan la edad y condiciones determinadas por la Conferencia Episcopal. En el caso de España, además de haber cumplido veinticinco años, han de destacar por su vida cristiana y estar debidamente formadas, a saber, conocer bien la doctrina de la Iglesia y los principios y normas que rigen la vida litúrgica.

Para que el lector sea capaz de cumplir convenientemente su ministerio, ha de sentir un amor grande a la Sagrada Escritura, tan propio de la liturgia, conocer cada vez mejor su contenido mediante la lectura asidua y el estudio diligente, procurando que la lectura vaya acompañada de la oración, para que antes de proclamar la Palabra de Dios la haya acogido en su corazón; y ofrecer un compromiso personal serio y coherente, que le haga un eficaz anunciador del mensaje no sólo por la palabra sino también por la verdad de los hechos.

El lector ha de tener la debida aptitud y preparación. La aptitud lleva consigo una serie de cualidades espirituales, centradas en el conocimiento de la Sagrada Escritura, y unas dotes humanas relacionadas con el arte de la comunicación. La preparación incluye una instrucción bíblica y litúrgica básica y el conocimiento de las técnicas de comunicación y de la lectura en público.

La instrucción bíblica ha de capacitarle para percibir el sentido de las lecturas en su contexto propio y entender a la luz de la fe el núcleo esencial del mensaje revelado. La instrucción litúrgica ha de posibilitar la percepción del sentido y de la estructura de la Liturgia de la Palabra y su conexión con los ritos sacramentales, especialmente con la Liturgia Eucarística, así como la captación del contenido de los diversos leccionarios y los criterios de ordenación y armonización de las lecturas entre sí.

Las técnicas de comunicación y de la lectura en público exigen, al menos, estas cuatro condiciones: la preparación previa de las lecturas, la articulación y el tono, el ritmo de la proclamación y la expresión en la lectura, pues el lector no sólo debe leer bien —de modo que la Palabra sea entendida y comprendida—, sino proclamar bien. Dentro de la preparación previa de las lecturas habría que señalar la importancia que tiene el conocimiento del género literario del pasaje —si es narrativo, lírico, meditativo, parenético, etc.— y de la estructura interna del mismo —si es un diálogo, una parábola, una exhortación, etc.—. En cuanto a la articulación y tono, es necesario señalar que han de ser tales que lleguen al auditorio sin que se pierdan palabras o sílabas y sin monotonía y «tonillo». En el ritmo hay que tener presente que cada lectura tiene el suyo propio y que, si una lectura demasiado rápida se hace incomprensible, la lectura excesivamente lenta provoca apatía y somnolencia. Por último, el lector debe captar la atención del oyente, mediante una técnica tan expresiva que sea «cogido» por el mensaje. Lo cual lleva consigo que el lector lea con sinceridad, claridad y precisión, originalidad, unción y convicción, y recogimiento y respeto.

b) El acólito

«El acólito es instituido para el servicio del altar y como ayudante del sacerdote y del diácono. A él compete principalmente la preparación del altar y de los vasos sagrados, y distribuir a los fieles la Eucaristía, de la que es ministro extraordinario » (OGMR, 65; cfr. Ministeria quaedam, n. VI).

El servicio del altar comprende diversas funciones; por eso es conveniente que se distribuyan entre varios acólitos. En el caso de que no haya más que uno, debe hacer lo más importante, dejando el resto a otros ministros (OGMR, 142).

Al acólito corresponde llevar la cruz en la procesión de entrada (Ibidem, 143), servir el libro y ayudar al sacerdote y al diácono en todo lo necesario (Ibidem, 144), colocar sobre el altar el corporal, el purificador, el cáliz y el misal en ausencia del diácono, ayudar al sacerdote en la recepción de los dones del pueblo y llevar el pan y el vino al altar y entregarlo al sacerdote. Si se utiliza incienso, presenta al sacerdote el incensiario y le asiste en la incensación de las ofrendas y del altar (Ibidem, 145).

Puede ayudar al sacerdote en la distribución de la comunión bajo las dos especies, ofrece el cáliz a los que van a comulgar o lo sostiene, si la comunión es por intuición (Ibidem, 146). Acabada la comunión, ayuda al sacerdote o al diácono en la purificación de los vasos sagrados. En ausencia del diácono, lleva a la credencia los vasos sagrados y los purifica y ordena (Ibidem, 147).

Para que el acólito actúe como ministro extraordinario de la comunión, se requiere que no haya suficientes ministros ordinarios o que el número de fieles sea tan elevado que se alargaría demasiado la misa (Ministeria quaedam, VI). En las mismas circunstancias especiales se le puede encargar que exponga el Santísimo Sacramento de la Eucaristía a la adoración de los fieles y haga después la reserva, pero sin dar la bendición (Ibidem; c. 943)23.

El acólito puede también instruir a los demás ministros que, por encargo temporal, ayudan al sacerdote o al diácono en los actos litúrgicos, llevando el misal, la cruz, las velas, etc., o realizando otras funciones semejantes. (Ibidem).

Los acólitos instituidos deben recibir este ministerio cuando aspiran al diaconado y al presbiterado durante los estudios teológicos y con los requisitos señalados en el Motu Proprio «Ministerio, quaedam», el canon 1035, 1 y en el caso de España, las determinaciones de la Conferencia Episcopal, aprobadas en la Sesión Plenaria del 17-22 de junio de 1974.

Ahora bien, este ministerio puede ser confiado de modo estable, mediante el rito litúrgico prescrito, a varones laicos que tengan la edad y condiciones señaladas por decreto de la Conferencia Episcopal (cfr. CIC, c. 230, 1).

C) Ministros de facto

Se consideran ministros de facto quienes ejecutan algún ministerio litúrgico sin tener el título oficial de ordenación o institución.

Entre ellos se encuentran, en primer lugar, los lectores y acólitos. Por encargo temporal, los laicos, tanto hombres como mujeres, pueden desempeñar la función de lector en las celebraciones litúrgicas (cfr. CIC, c. 230,2). A ellos es aplicable lo que se dijo anteriormente del lector instituido en cuanto a la aptitud y preparación. También pueden ejercer el ministerio del acolitado, aunque sólo en algunas de las competencias indicadas al hablar del ministerio instituido, quienes son designados por la autoridad competente: párroco, celebrante de la misa, etc. Para cumplir algunas tareas, como la de ministrantes o monaguillos han de ser varones.

Pertenecen también al grupo de ministerios de facto el salmista, el comentarista, los que recogen las colectas, «los que llevan el misal, la cruz, los cirios, el pan, el agua y el incensario » (OGMR, 70)». «En algunas regiones existe también el encargado de recibir a los fieles a la entrada de la puerta de la iglesia, acomodarlos en los puestos que les corresponde y ordenar las procesiones» (OGMR, 70):

6. Los simples fieles

El ministro ordenado, y, más en concreto, el obispo y el presbítero, y los simples fieles son los elementos principales de la asamblea litúrgica, puesto que ellos, y sólo ellos, son signo perfecto de la Iglesia, tal y como Cristo la ha diseñado: Pueblo de Dios jerárquicamente organizado. Los demás ministerios pueden ser más o menos importantes y epifánicos, pero en modo alguno imprescindibles: donde hay un ministro ordenado y un pueblo celebrando el culto cristiano, allí está constituida una auténtica asamblea litúrgica. Es verdad que se dan asambleas cultuales sin la presencia del pueblo fiel, por ejemplo, una concelebración eucarística del obispo con miembros de su presbiterio; o del ministro ordenado, vg., unas exequias presididas por un laico habilitado para ello. Pero en éstos y otros semejantes supuestos no existe la asamblea ideal, es decir, aquella que manifiesta la índole de la verdadera Iglesia de Jesucristo. Por eso, si es bueno hablar de los diversos ministerios instituidos o de facto dentro de la asamblea, es todavía mejor resaltar el papel fundamental que en ella tiene «el pueblo», es decir: los fieles que no ejercen ninguno de esos ministerios.

En este sentido, conviene resaltar, ante todo, que los fieles, en virtud de su participación en el sacerdocio de Cristo mediante el sacerdocio común, están ontológicamente capacitados para participar en las acciones litúrgicas. La participación es la tarea —el «rol»— principal de los fieles.

Esta participación ha de ser, ante todo, interna, es decir: con atención de mente y sintonía de corazón hacia la Palabra de Dios, para escucharla y acogerla, y apertura hacia la gracia divina, para cooperar con ella en su múltiple dinamismo.

La participación ha de ser, además, externa, mediante determinados actos, tales como las actitudes del cuerpo, los gestos, el canto, el silencio, la oración, etc. (cfr. SC, 21).

La Ordenación General del Misal Romano ofrece unas orientaciones de gran interés respecto al papel del pueblo en la celebración de la Eucaristía, que son aplicables, con las debidas matizaciones, a las demás acciones litúrgicas. Dice así: «En la celebración de la Misa, los fieles forman la "nación santa, el pueblo adquirido por Dios, el sacerdocio real" para dar gracias a Dios y ofrecer no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, la Víctima inmaculada, y aprender a ofrecerse a sí mismos. Procuren pues manifestar eso mismo por medio de un profundo sentido religioso y por la caridad hacia los hermanos que toman parte en la misma celebración.

«Eviten, por consiguiente, toda apariencia de singularidad o de división, teniendo presente que es uno el Padre común que tienen en el cielo, y que todos, por consiguiente, son hermanos entre sí.

»Formen, pues, un solo cuerpo, escuchando la palabra de Dios, participando en las oraciones y en el canto, y principalmente en la común oblación del sacrificio y en la común participación en la mesa del Señor. Esta unidad se hace hermosamente visible cuando los fieles observan comunitariamente los mismos gestos y actitudes corporales» (N.62).

Quizás no sea inútil recordar que, según la Sacrosanctum Concilium (n. 55), la máxima participación en la Eucaristía se obtiene comulgando sacramentalmente el Cuerpo del Señor.

Por lo demás, hay que tener en cuenta que los ministros de facto: lector, monitor, cantor, etc. son simples fieles llamados a ejercer en un concreto momento de la celebración un determinado oficio. Con todo, es importante notar que quienes ejercen dichos ministerios no participan más ni mejor que quienes no lo hacen, pues una cosa es la participación y otra el ejercicio de un ministerio no obligatorio.

7. El individuo en la comunidad litúrgica

La liturgia no anula al individuo ni a la persona humana, pues la asamblea litúrgica no es una masa amorfa donde se sacrifican la participación y responsabilidad personales en aras de un falso colectivismo. El espíritu comunitario exige, ciertamente, sintonizar la individualidad de cada uno con la comunidad sacramental que es la Iglesia que celebra el culto; pero tal sintonía no hace sino potenciar una espiritualidad más firme, más objetiva, más eclesial y, en definitiva, más cristiana.

Además, hay un amplio margen para satisfacer todos los sentimientos que experimenta el individuo dentro de la celebración. Más aún, la liturgia los supone y exige, pues requiere unas disposiciones interiores vivificadas por la fe, sin las cuales nos quedaríamos fuera de toda esa corriente vigorosa de la vida espiritual, de auténtica transformación interior, que la liturgia de la Iglesia está llamada a realizar.

De otra parte, la liturgia no se agota ni encierra en sí misma, sino que se abre y proyecta hacia la vida de todos y cada uno de los que toman parte en ella. Ahora bien, esta apertura y proyección se realiza en la medida en que cada miembro del Pueblo de Dios convierte toda su existencia en acto cultual. La asamblea litúrgica no es, en consecuencia, una realidad donde se diluye la personalidad de cada uno de sus miembros, sino una instancia en la que la personalidad de cada uno se une a la de los demás, de modo plenamente consciente, para dar cauce expresivo a su condición de miembros de un Cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, del que la asamblea es signo y realización.

8. La asamblea no se requiere para la validez de las acciones litúrgicas

A pesar de la importancia que tiene la asamblea, la presencia del pueblo no se requiere para la validez de las acciones litúrgicas.

En primer lugar, no se requiere para la validez de la Eucaristía, según la enseñanza del concilio de Trento (Ses. XII, cap. 6 y c. 8) y la doctrina y praxis posteriores de la Iglesia. El magisterio reciente ha vuelto a ratificar estos presupuestos, especialmente Pío XII, en la Mediator Dei, el Concilio Vaticano II (vg. en la SC, 57, 2; PO, 13), Pablo VI, en la encíclica Mysterium fidei y varios documentos posconciliares de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino (por ejemplo, la instrucción Eucharisticum Mysterium), de los que puede considerarse representativa la Ordenación General del Misal Romano, donde leemos: aunque no haya presencia del pueblo, «la celebración eucarística no pierde por ello su eficacia y dignidad, ya que es un acto de Cristo y de la Iglesia» (OGMR, 4). En este sentido no carece de intencionalidad ni significado el cambio terminológico operado en los últimos años: la expresión, inexacta y poco afortunada: misa privada y misa pública, ha dado paso a otra mucho más lograda: misa con y sin pueblo, puesto que una y otra son públicas, por ser actos de Cristo y de su Esposa, la Iglesia.

Tampoco se requiere para los demás sacramentos, puesto que su eficacia depende únicamente de ser actos de Cristo: cuando alguien bautiza es Cristo quien bautiza, cuando alguien perdona es Cristo quien perdona (cfr. SC, 7).

Finalmente la presencia del pueblo no es necesaria para la Liturgia de las Horas, pues siempre que un bautizado, debidamente habilitado, reza el Oficio Divino, aquella oración es oración pública de toda la Iglesia y diálogo de Cristo, el Esposo, con su Esposa, la Iglesia.

Esta doctrina tiene incidencia en la existencia eclesial. De hecho, el decreto Presbyterorum ordninis (lo, 13) «recomienda vivamente la celebración diaria de la Eucaristía a los presbíteros, aunque no puedan estar presentes los fieles». La Sacrosanctum Concilium (n. 57) —y con ella todos los documentos que se refieren a la concelebración eucarística— señala que ha de quedar «siempre a salvo para cada sacerdote la facultad de celebrar la misa individualmente».

Un texto, ya citado, de la Ordenación General del Misal Romano ofrece la clave para lograr el debido equilibrio: es deseable —y a ello hay que tender— que se dé «la presencia y la activa participación de los fieles, pues ambas cosas manifiestan mejor que ninguna otra el carácter eclesial de la acción litúrgica» (OGMR, 4); ahora bien, cuando esta presencia no es posible, «la celebración eucarística no pierde por ello su eficacia y dignidad, ya que es un acto de Cristo y de la Iglesia, en la que el sacerdote obra siempre por la salvación del pueblo» (Ibidem). Esta doctrina es aplicable, con las debidas matizaciones, a los demás sacramentos y sacramentales.


J. A. Abad Ibáñez, M. Garrido Bonaño O.S.B. Iniciación a la liturgia de la Iglesia Madrid: EDICIONES PALABRA

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