LA PARTICIPACIÓN LITÚRGICA

LA PARTICIPACIÓN LITÚRGICA

1. La participación litúrgica en la vida de la Iglesia

Durante los primeros siglos la participación litúrgica de los fieles fue muy intensa. Baste recordar el testimonio de san Justino sobre la misa dominical, en la que tomaban parte muy activa todos los cristianos de Roma y de los alrededores, y la preparación al Bautismo y a la Reconciliación. 

A partir del siglo V o VI se inicia un declive y cada vez se acentuó más la separación entre la liturgia y el pueblo. Es verdad que éste siguió asistiendo a la misa dominical, comulgando en algunas ocasiones, reconciliándose, recibiendo la Unción y el Viático, etcétera. Sin embargo, el domingo perdió para la mayoría el sentido y la importancia originaria; la comunión se hizo muy infrecuente; la Unción de enfermos se convirtió en Extremaunción; los ritos y oraciones de la Misa dejaron de ser comprendidos por la mayoría; y la liturgia de la Palabra, tanto en lo referente a las lecturas como a la predicación, sufrió un grave deterioro. 

Las causas estuvieron relacionadas con la misma liturgia, la formación deficiente del clero y del pueblo y el entibiamiento de muchos pastores y fieles. 

No faltaron intentos de reforma, como la realizada por el Concilio de Trento y algunos movimientos de los siglos XVII y XVII. Pero no llegaron a cuajar ni a producir los efectos deseables. De hecho, cuando san Pío X fue elegido Romano Pontífice, se encontró con una grave y generalizada separación entre el pueblo y la liturgia. Este gran Papa, movido de un ardiente celo pastoral y deseoso de realizar en la Iglesia una profunda renovación, consagró buena parte de sus esfuerzos a remover los obstáculos que dificultaban la participación litúrgica y a promover acciones que la favorecían. 

Este apoyo decidido de san Pío X a la causa de la participación activa del pueblo significó el espaldarazo del movimiento litúrgico moderno —iniciado cincuenta años antes en Solesmes—, el cual pasó a considerarla como la finalidad última de sus esfuerzos de reforma. 

El Concilio Vaticano II —preparado en buena medida por las reformas realizadas por Pío XII, por innumerables trabajos científicos de los cultivadores de la liturgia y por la acción de pastoral litúrgica de muchos pastores de almas— hizo de la participación litúrgica el eje de sus enseñanzas y la meta de sus postulados de reforma. Eso explica, según ha escrito el padre Vagaggini, que la Constitución Sacrosanctum Concilium sea una especie de letanía en la que aparece, una y otra vez, el término o el concepto de participación. 

La reforma posconciliar, fiel a las indicaciones conciliares, ha revisado los ritos y libros litúrgicos con la mente puesta en llevar el pueblo a la liturgia. Quien pierda de vista este objetivo, se condena a no entender el sentido profundo de la reforma posconciliar y a quedarse en la periferia de la misma: el cambio. Ciertamente, se han realizado muchos cambios; pero no por el mero deseo de cambiar sino con la intención última de retornar a la vida de la Iglesia primitiva, donde los cristianos participaban de modo consciente y activo en la liturgia. 

2. Naturaleza de la participación

La obra salvífica realizada por Cristo durante su vida terrestre, continúa actualizándose ahora —aunque no de modo exclusivo— en la liturgia, mediante el ejercicio de su acción mediadora y sacerdotal. Participar en la liturgia es, por tanto, asociarse a esta acción sacerdotal de Cristo, con la cual Dios es plenamente glorificado y el hombre salvado. 

Desde un punto de vista negativo, la participación litúrgica no equivale a un mero «estar en», «asistir a»; mucho menos, sentirse como «extraños y mudos espectadores» (SC, 48) en las acciones litúrgicas que se desarrollan. 

En términos positivos comporta —según hemos indicado anteriormente— asociarse a la acción santificadora y cultual que realiza Cristo a través de unos ritos y oraciones. Esa participación ha sido designada por los últimos Romanos Pontífices, por el Concilio y los cultivadores de la liturgia con una variadísima terminología: participación activa, interna y externa, fructuosa, piadosa, plena, perfecta, etcétera. A medida que pasa el tiempo, parece que la terminología se va decantando en el sentido de «participación consciente, piadosa y activa». 

La participación consciente consiste en descubrir y vivir, guiados por la fe, lo que acontece en las acciones litúrgicas. La participación piadosa tiene lugar si en el transcurso de la celebración los fieles están en actitud de comunicación con Dios, nuestro Padre. La participación activa lleva consigo que los fieles tomen parte en el diálogo, el canto, la oración y, sobre todo, escuchen religiosamente la Palabra de Dios, y, en el caso de la Misa, reciban sacramentalmente el Cuerpo del Señor, aunque el no comulgar sacramentalmente no excluye de la participación activa. 

Explicitando un poco más estas ideas, podría decirse que la participación litúrgica exige lo siguiente: 

—comprender, al menos de forma elemental, el significado de los signos litúrgicos, tanto en su conjunto como en cada una de sus partes. («La Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de la fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien, a través de los ritos y oraciones, participen...» (SC, 48); 
—intervenir activamente en el desarrollo de las acciones litúrgicas, evitando ser extraños o mudos espectadores; 
—concordar las actitudes externas (gestos, posturas, respuestas, cantos, etc..) y las internas, de tal manera que aquéllas sean exteriorización del propio mundo interior. Pío XII decía lapidariamente: «Concuerde el alma con la voz»; 
—sintonizar los propios sentimientos con los de Cristo, uniendo nuestra acción de gracias, adoración, petición, etc., a las suyas, reproduciendo «en nosotros los sentimientos de Cristo» (Mediator Dei); 
—prolongar en la vida lo vivido en el rito, convirtiendo la propia existencia en una ininterrumpida acción cultual, en «ofrenda permanente» (IV anáfora); 
—conectar la vida ordinaria con la liturgia, para que las actividades espiritual, apostólica, laboral, social, etc. no estén separadas de la liturgia, sino orientadas hacia ella, de modo que la preparen y potencien. 

3. Importancia de la participación

La liturgia realiza la obra de la salvación independientemente de las disposiciones del ministro y de los fieles; pues es una acción sacerdotal del mismo Cristo. 

Ahora bien, la eficacia subjetiva está en relación directa con la participación consciente y fructuosa de quienes toman parte en ella, pues Dios ha querido contar con la libertad humana. 

No es extraño, por tanto, que la Iglesia siempre se haya preocupado de mejorar la participación litúrgica de los fieles, sobre todo en la Misa y en los sacramentos. Esta preocupación ha estado especialmente presente en el ministerio de los últimos Papas. 

Por ejemplo, Pío X, en el Motu proprio «Tra le sollecitudine» (1903), exigía como condición previa para restablecer y potenciar el espíritu cristiano «la participación activa en los sagrados misterios», «fuente primaria e indispensable» de la santidad. Pío XI, en la Encíclica Divini cultus(1928), puntualizó que esa participación activa «es absolutamente necesaria ». Pío XII promovió diversas reformas para hacerla posible: Vigilia Pascual, Semana Santa, mitigación del ayuno eucarístico, misas dialogadas, etc., consciente de que «el principal deber y la mayor dignidad de los fieles consiste en la participación en el sacrificio eucarístico» (MD). La Constitución litúrgica del Vaticano II hizo de la participación su principio inspirador y directivo, convirtiéndola, además, en una especie de estribillo. 

A título de ejemplo baste recordar dos textos relativos a la liturgia en general y a la liturgia eucarística, respectivamente. 

«Para asegurar esta plena eficacia, es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con la voz y colaboren con la misma gracia divina» (SC, 11). 

«La Iglesia procura, con solícito cuidado, que los fieles no asistan a este misterio como extraños y mudos espectadores sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada» (SC, 48). 

Por otra parte, toda la reforma litúrgica postulada por el Vaticano II y realizada en el período posconciliar, teóricamente sólo ha pretendido facilitar y promover la participación litúrgica de todos los bautizados sin distinción de edad, clase y situación. Este objetivo ha quedado malogrado en buena parte por la acentuación indebida de la participación externa y la ausencia, en ocasiones llamativa, de una adecuada catequesis litúrgica. 

Estos hechos han provocado una notable desconfianza de amplios sectores sobre la eficacia de la liturgia, y sofocado muchos frutos de vida cristiana. 

Sin embargo, la historia de la Iglesia demuestra que la participación litúrgica, cuando es auténtica, produce frutos abundantes y duraderos. Baste recordar la vida pujante de los primeros cristianos, cuyo quicio era la participación en la liturgia eucarística (Act. 2, 46), sobre todo dominical (San Justino); y, al contrario, el languidecer cristiano de los últimos siglos, que ha coincidido con el masivo apartamiento del pueblo fiel de las fuentes litúrgicas. 

4. Fundamentos de la participación litúrgica

La participación litúrgica brota remotamente del Misterio Pascual de Cristo, en cuanto que es él quien posibilita que todos los hombres puedan participar de su eficacia salvífica. El fundamento próximo es el bautismo y la pertenencia a la Iglesia, Cuerpo Místico, puesto que la liturgia es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, Cabeza y miembros. 

La participación litúrgica es, pues, un derecho y un deber de todos los bautizados. Por ello, todos los cristianos están llamados a participar de modo pleno, consciente y activo en las acciones litúrgicas. 

Ahora bien, como las situaciones personales son distintas, la participación de cada bautizado dependerá de su edad, formación, sensibilidad religiosa, vida cristiana, etcétera. 

Por otra parte, el carácter dinámico de la vida cristiana supone diversas etapas en la vida de cada bautizado; lo cual conlleva que existan también diversas etapas participativas que, de suyo, irán de lo imperfecto a lo más perfecto. Hablando en términos abstractos, la participación de la niñez será menos perfecta que la de la madurez. 

Según esto, la participación litúrgica no será, de hecho, igual en todos los bautizados ni en todas las etapas de la vida de una misma persona. El dinamismo pedagógico exige comenzar por una participación elemental, seguir con la participación media y concluir con la participación perfecta. La primera consiste, entre otras cosas, en saber escuchar, adoptar las posturas adecuadas, dar las respuestas, tomar parte en cantos sencillos, etc. La segunda exige adentrarse gradualmente en el misterio que se celebra. La tercera lleva a prolongar la liturgia en la vida y a relacionar la vida con la liturgia. 

5. Medios para fomentar la participación litúrgica

La participación litúrgica puede lograrse a través de muchos medios. Sin embargo, el Concilio Vaticano II ha señalado la importancia de estos tres: la reforma de la misma liturgia, la formación del clero y del pueblo y la reforma de las personas. 

A) La reforma de la liturgia
El Concilio trata de la reforma litúrgica en cada uno de los capítulos de la Constitución Sacrosanctum Concilium. En el primero expone los principios generales de la reforma, mientras que en los restantes trata de las cuestiones relacionadas con los sacramentos, los sacramentales, el Oficio divino, el año litúrgico, etcétera. 

En cuanto a los principios generales, el Concilio dice lo siguiente: 

a) «hay que fomentar aquel amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura que atestigua la venerable tradición de los ritos tanto orientales como occidentales (SC, 24), incorporando de la Sagrada Escritura lecturas más abundantes, más variadas y más apropiadas» (SC, 35-1); 
b) «siempre que los ritos (...) admitan una celebración comunitaria (...) hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada» (SC, 27); 
c) «en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o fiel, hará todo y sólo lo que le corresponde» (SC, 30); 
d) «foméntense las celebraciones sagradas de la Palabra de Dios en las vísperas de fiestas más solemnes, en algunas ferias de Adviento y Cuaresma y los domingos y días festivos, sobre todo donde no haya sacerdotes» (SC, 35-4). 
e) «como el uso de la lengua vernácula es muy útil para el pueblo, en no pocas ocasiones (...) se le podrá dar mayor acogida» (SC, 36-2), si bien «se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo el derecho particular» (SC, 36-1); 
f) «al revisar los libros litúrgicos, salvada la unidad substancial del rito romano, se admitirán variaciones y adaptaciones legítimas a los diversos grupos y pueblos, especialmente en las misiones» (SC, 38). Estas adaptaciones las realizará «la competente autoridad territorial (...) dentro de los límites establecidos en las diversas ediciones de los libros litúrgicos » (SC, 39) y con licencia de la Sede Apostólica cuando se trate de «una adaptación más profunda» (SC 40); 
g) debe fomentarse la vida litúrgica parroquial (SC, 42); crearse una comisión nacional (SC, 44) y otra diocesana (SC, 45) de liturgia, y, «dentro de lo posible, comisiones de música sacra y arte sacro», las cuales «trabajarán en estrecha colaboración » (SC, 46); 
h) los «textos y los ritos deben ordenarse de tal modo que expresen con mayor claridad las cosas que significan y, en lo posible, puedan comprenderlos más fácilmente y participar en ellos» (SC, 21) los fieles. 
B) La formación del clero y del pueblo
La importancia que concede el Concilio Vaticano II a la formación litúrgica del clero se refleja en estas palabras de la Sacrosanctum Concilium «No se puede esperar que esto ocurra (la formación del pueblo y su participación en la liturgia) si antes los mismos pastores de almas no se impregnan totalmente del espíritu y de la fuerza de la liturgia y llegan a ser verdaderos maestros de la misma» (SC, 14-3). 

El Concilio hace dos grandes asertos: a) la formación teórica y experiencial del clero debe ser tan esmerada que le convierta en verdadero maestro; y b) esta formación es requisito previo para que el pueblo pueda acercarse a la liturgia a «beber el espíritu verdaderamente cristiano» (SC, 14-2). 

a) Naturaleza de la formación litúrgica 
La formación litúrgica no es una mera información o una enseñanza exclusivamente teórica, sino una iniciación desde el punto de vista teológico, histórico, jurídico, pastoral y espiritual. 

Si se tienen en cuenta estos aspectos, se evitan todos los reduccionismos: el esteticismo(reducción de la liturgia a su aspecto sensible), el juridiscismo (identificación entre liturgia y norma litúrgica), el «anarquismo» (confusión entre liturgia viva y cambio permanente, arbitrario y subjetivista de los ritos) y la liturgia secularizada (eliminación del aspecto sagrado y trascendente de la liturgia en aras del secularismo en sus diversas formas y grados). 

Aunque ya se ha aludido anteriormente a ello, conviene subrayar que la formación litúrgica no es sinónimo de instrucción, aunque sea incluso erudita, puesto que no se trata de poseer un gran bagaje teórico de la teología o de la historia de la liturgia, sino de un saber que nace del encuentro efectivo entre el cristiano y la liturgia. Es verdad que la formación, para que sea verdaderamente tal, también incluye conocimientos teóricos, cuya amplitud y profundidad lejos de ser obstáculo son vehículo de perfección; pero la formación litúrgica no será auténtica si al conocimiento no se une la experiencia personal y vital. 

Por otra parte, como la verdadera formación afecta a la interioridad y a la corporeidad del cristiano —porque ambas realidades son inseparables en el hombre—, la formación litúrgica se extiende a la inteligencia, a la voluntad, a la sensibilidad interior, a los sentidos corporales, al moviomiento, a las acciones del cuerpo, etc. En este sentido la misma acción litúrgica es un eficacísimo instrumento de formación, pues, al ser simultáneamente realidad espiritual y material (su núcleo es espiritual y, por eso, invisible; su envoltura, material y visible), se dirige no sólo a la interioridad del hombre sino también a su corporeidad: el hombre contempla, oye, habla, canta, está de pie o de rodillas, es lavado con agua, ungido con óleo, etc. Por este motivo, la actitud que adopta el cristiano al rezar en una celebración litúrgica o el modo de comportarse el celebrante no son realidades neutras respecto de la formación litúrgica, sino factores que influyen positiva o negativamente. 

Por último, la formación litúrgica incluye, además del conocimiento teórico-experiencial, la educación del cristiano para una permanente decisión a favor del bien y en contra del mal. En efecto, por ser la liturgia una realidad santa que encierra en sí misma la presencia del mismo Dios santo, presupone y exige un sentimiento acomodado a esta realidad. Este sentimiento encierra reverencia ante el misterio de la divina presencia, pureza ante la santidad de Dios, arrepentimiento del hombre pecador, alegre confianza ante el Dios que perdona y salva, y, vivificándolo todo, el sentimiento de la caridad cristiana, pues lo más íntimo del misterio divino en la liturgia es el amor. La formación litúrgica exige educar continuamente en estos sentimientos y, por consiguiente, en una constante superación moral. Objetivo fundamental de la formación litúrgica será, por tanto, lograr el encuentro del hombre con el Dios santo, dador de la gracia y de la santificación. 

En una palabra: la formación litúrgica es mucho más que un mero conocimiento teórico de las cosas de la liturgia; es una acabada formación del hombre completo, de su cuerpo y de su espíritu. A través de ella, el hombre puede volver a ser capaz de contemplar y crear símbolos, vivir la unidad de su espíritu y de su cuerpo, del yo y de la comunidad, del hombre y del mundo, y de encontrarse verdaderamente con Dios que le ofrece la salvación. 

b) Instrumentos de formación litúrgica 
Los instrumentos para lograr la formación litúrgica varían según las personas y circunstancias. Entre otros pueden señalarse los siguientes: la catequesis estrictamente litúrgica; semanas y cursillos de carácter exclusiva o principalmente litúrgicos; catequesis general; material impreso y audiovisual, etcétera. 

C) Reforma de las personas
Así como es inadmisible el panliturgismo teórico o práctico, por cuanto identifica liturgia y vida cristiana, también lo es separar progreso cristiano y participación litúrgica, puesto que conduciría al ritualismo o al secularismo. Según esto, el perfeccionamiento de la participación litúrgica no se agota en la misma liturgia; o, si se prefiere, en la celebración litúrgica, sino que se extiende a la vida cristiana en todas sus vertientes: espiritual, apostólica, profesional, social, etcétera. 

Por lo mismo, la participación litúrgica trasciende los límites de las reformas estructurales y se inserta en el campo de las reformas personales, evitando así que la liturgia se desnaturalice, se empequeñezca o se adentre en áreas que no le son específicas: la evangelización, la catequesis, la política, etcétera. 

Se trata, en última instancia, de aplicar los principios de totalidad y de especificidad, evitando tanto los compartimentos estancos en la vida cristiana como la mixtificación o confusión de las diversas funciones eclesiales. 


J. A. Abad Ibáñez, M. Garrido Bonaño O.S.B. Iniciación a la liturgia de la Iglesia Madrid: EDICIONES PALABRA

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