EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA BIBLIA

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA BIBLIA

1. La penitencia en el Antiguo Testamento


Pecado de Adán y Eva

A) Realidad y naturaleza del pecado

En la Sagrada Escritura se trata constantemente del pecado, de sus causas y de sus efectos. Entre todos los relatos del AT, el de la caída, con que se abre la historia de la humanidad, ofrece ya una enseñanza de extraordinaria riqueza. Desde aquí hay que proceder. El pecado de Adán es ante todo una desobediencia a Dios en su aspecto externo, pero en el fondo de su corazón es una rebeldía con respecto a Dios, a quien quiere suplantar. Desea ponerse en lugar de Dios, para decidir entre el bien y el mal. Desconfía de Dios a quien considera como a un rival. La misma noción de Dios queda trastornada. El pecado antes de provocar el gesto del hombre, ha corrompido su corazón. No es posible concebir perversión ni trastorno más radical ni extrañarse de que acarree consecuencias tan graves. El capítulo 3 del Génesis es una de las páginas más tristes de la literatura bíblica y de toda la humanidad.

Como el pecado marcó los orígenes de la historia de la humanidad, marca también el de la historia de Israel. Desde su origen revive éste el drama de Adán, al mismo tiempo que aprende por su propia experiencia y nos enseña lo que es el pecado. Son dos los hechos principales que nos muestran el pecado de Israel: la adoración del becerro de oro y el de su concupiscencia por preferir al alimento distribuido milagrosamente por Dios un alimento de su propio gusto. Esto nos muestra que el pecado es esencialmente una realidad religiosa, que toca a la relación de la persona con Dios; es una repulsa y una ofensa a Dios, como Creador y Salvador. Repulsa que puede describirse como la actitud de una persona que no desea verse determinada en su existencia por su relación con Dios como Creador, como Salvador, como Aquel que le invita a una alianza, como el Amor que lo invita a la comunión de amistad con El y con los demás hombres. Es un rechazo del amor de Dios que le dio la existencia y lo mantiene en ella y le concede su amistad con El, que, en definitiva, es el mejor don que el hombre pueda desear.

B) Llamada profética a la conversión

La predicación de los profetas consiste en gran parte en denunciar el pecado de los regidores del pueblo de Dios y del mismo pueblo. De ahí las enumeraciones de pecados, tan frecuentes en la literatura profética, de ordinario con referencia más o menos directa al Decálogo y que se multiplican con la literatura sapiencial. El pecado viene a ser una realidad sumamente concreta, y así nos enteramos de lo que es engendrado por el abandono de Yahvé: violencias, rapiñas, juicios inicuos, homicidios, mentiras, adulterios, perjurios, usuras, derechos atropellados, multitud de desórdenes sociales. Los profetas, al recordar al pueblo que debían mostrarse fieles a la Alianza, denuncian y condenan al mismo tiempo tanto las idolatrías como las injusticias que se dan en el pueblo. Anuncian con energía que Dios abomina de un culto, por muy espléndido que sea, que es superficial y formalista, por no ir acompañado del ejercicio de la justicia y del respeto a los demás hombres. El pecado no sólo hiere a Dios, sino también a aquellos a quienes Dios ama. Dios se ha constituido garante de todos los derechos de la persona humana. (Son bien expresivos estos lugares de los Profetas: Is. 1, 14-17; 10, 1-4; 58, 3-14; 59, 1-9; Jer. 5, 23-27; 7, 3-11; 21, 11-12; 22, 1-5.13-17; Ez. 18, 5-17; 21, 1-16; 33, 14-16; 33, 14-16; Am. 2, 6-8; Os. 4, 1-3; 6, 1-9, etc.).

Por consiguiente, la fidelidad a la Alianza es amor a Dios y amor a los demás hombres, es compromiso por la construcción de aquel reino de verdad, de justicia, de amor y de paz prometido por Dios a los hombres como incluido en su ofrecimiento de Alianza y definitivamente inaugurado por el advenimiento de Cristo. Por eso mismo, el pecado como repulsa de la alianza, como «no» del hombre al proyecto y a la llamada divina, como repulsa de la comunión y del amor de Dios, como desconfianza en la promesa divina, es también necesariamente repulsa de la comunión con los demás hombres, negativa a construir juntamente con ellos el porvenir prometido por Dios, oposición a la construcción del reino de Cristo en sus dimensiones personal y social.

C) Celebraciones penitenciales en Israel

Fácilmente se advierte una doble orientación en el complejo penitencial de Israel: una, que se ha denominado cúltica- ritual, en la que el dolor viene provocado por las desgracias, principalmente populares, con manifestaciones aparatosas de llanto, de oraciones colectivas, posiblemente con alguna liturgia penitencial, en que los hombres y mujeres —y en algún caso hasta los mismos animales— ayunan, se cubren de saco y de ceniza; y otra, en que se hace confesión pública de los pecados, clamando a Dios por el perdón que llega con el cese de la calamidad epidémica. Probablemente también se ofrecían sacrificios de holocaustos, aunque esto no aparece claramente sino el Día de la Expiación.

El ritual detallado de la expiación se contiene en el libro del Levítico, capítulo 16. Es un día de descanso completo, de penitencia y de ayuno, que implica una asamblea en el Templo y sacrificios particulares. En él se hace la expiación por el santuario, por los sacerdotes y por el pueblo. Resulta un ritual heterogéneo, posiblemente debido a diversos autores. Este ritual combina dos ceremonias diferentes por su espíritu y por su origen. Hay en primer lugar un ritual levítico: el sumo sacerdote ofrece un toro en sacrificio por su pecado y por el de su «casa», esto es, por los sacerdotes aaronitas, penetra (única vez al año) detrás del velo que cierra el santo de los santos, inciensa el propiciatorio, kapporet, y lo rocía con sangre de toro. Inmola luego un macho cabrío por el pecado del pueblo, lleva la sangre detrás del velo, donde rocía el propiciatorio, como había hecho con la sangre de toro. Esta expiación por los pecados del sacerdocio y del pueblo está ligada, de manera que parece artificial, a una expiación por el santuario, especialmente por el altar, al que se frota y se rocía con la sangre del toro y del macho cabrío. Las dos expiaciones están igualmente unidas en la adición final, pero los términos están invertidos. En este ritual se reconocen las ideas de pureza y el valor expiatorio de la sangre, que son característicos de las reglas del Levítico.

Pero se añade un rito particular que depende de otras concepciones. La comunidad ofrece dos machos cabríos, que se echan a suertes, uno para Yahvé y el otro para Azazel. El primero sirve para el sacrificio por los pecados del pueblo, como antes hemos dicho. Una vez terminada la ceremonia, el macho cabrío que queda en vida se coloca «delante de Yavé»; el sumo sacerdote pone las manos sobre la cabeza del animal y lo carga con todas las faltas, voluntarias o no, de los israelitas. Luego, un hombre conduce al desierto al animal, el cual se lleva consigo los pecados del pueblo. Este hombre, que ha quedado impuro por tal contacto, no puede reintegrarse a la comunidad sino después de haber limpiado sus vestidos y de haberse lavado. Según la tradición de los rabinos, el macho cabrío se llevaba a Bet Hadudu, la actual Hirbethareidan, que domina el valle del Cedrón, a unos seis kilómetros de Jerusalén.

2. La Penitencia en el Nuevo Testamento.

Ccn la nueva revelación, las mejores ideas proféticas logran su plena madurez. La terminología penitencial aparece sobre todo en los Sinópticos, en los Hechos de los Apóstoles y en el Apocalipsis. En las Cartas de San Pablo apenas aparece, porque su contenido entra en el concepto predominante de la fe. Se impone el nombre de metánoia que literalmente indica un cambio íntimo de pensamiento: el hombre ha de cambiar íntimamente su forma de pensar, volviéndose sinceramente a Dios y acomodando, con idéntica sinceridad, su conducta práctica a la nueva orientación de cara a Dios.

A) Jesucristo anuncia la reconciliación

El NT se abre con el grito del Bautista, eco de la mejor tradición prof ética: «Cambiad vuestros pensamientos y vuestros afectos, porque ha llegado el Reino de los Cielos». Se trata de un viraje de vida completo, porque ahora precisamente se acerca Dios para perdonar y salvar. De otro modo, el castigo será inexorable, pues el Reino de Dios llega para decidir definitivamente la suerte de los hombres.

Los frutos dignos de penitencia no son tanto las obras de mortificación cuanto una vida plena de justicia y equidad, de unión y obediencia a la voluntad divina. El fruto sazonado es la nueva vida orientada hacia Dios.

Tampoco Jesucristo cambia de tono: «Arrepentios y creed al Evangelio» (Mc. 1, 15; Mt. 4, 17), ni prescribirá otra cosa a sus Apóstoles en la primera misión. El Evangelio es la proclamación del reino y éste se identifica con la irrupción de Dios en la historia. Esa llegada de Dios exige al hombre un cambio radical en su manera de pensar, sentir y obrar, rompiendo definitivamente con su pasado pecaminoso, para recibirlo con toda el alma y todo el corazón. La enseñanza de Jesús sobre la penitencia está avalada con imágenes de gran realismo, como la parábola de la oveja perdida (Lc. 15, 3-7), la del fariseo y el publicano (Lc. 18, 9-14) y sobre todo la del hijo pródigo (Lc. 15, 11-32).

B) Jesucristo realiza la reconciliación

Los evangelios presentan a Jesús no sólo como el mediador de la reconciliación de los pecadores con el Padre, sino también como el que sale al encuentro de los pecadores y como ministro del perdón. Son bien conocidos los casos de la mujer samaritana (Jn. 4, 6-42), del paralítico (Lc. 5, 17-26), de la mujer pecadora (Lc. 7, 36-50), de la mujer sorprendida en adulterio (Jn. 8, 1-11), de Zaqueo (Lc. 19, 1-10) y del Buen Ladrón (Lc. 23, 39-43). Son también notables los casos de los dos apóstoles pecadores de que nos hablan los evangelios: el de Pedro (Lc. 22, 54-62; Jn. 21, 15-17) que se deja llevar por el miedo de la situación en que ha llegado a encontrarse, pero al mirarlo Jesús comprende la malicia de su gesto, se arrepiente de él, llora amargamente con lágrimas que tienen su raíz en su amor a Jesús y repara la triple negación con una triple confesión de amor; y el de Judas (Mt. 26, 21-25; 26, 47-50; 27, 3-10), por el contrario, que ha ido preparando su pecado con una progresiva infidelidad, separándose de Cristo y encerrándose en sí mismo y no capta las pruebas de amor y de misericordia de Cristo y acaba en la desesperación.

C) Jesucristo institucionaliza la reconciliación

a) Bautismo.

Jesús instituyó el Bautismo para la remisión de los pecados y la pertenencia a su Iglesia. Lleva implícitamente la indicación de que se perdona el pecado original, al ser administrado también a los que no tienen aún capacidad de pecados personales, como los niños, para los cuales no se excluye en su bautismo el perdón de los pecados. Después de recibir el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, San Pedro dice en su discurso inmediato que hay necesidad de recibir el Bautismo con sentimientos de arrepentimiento, a fin de obtener la remisión de los pecados y el don del Espíritu Santo (Act. 2, 38-41). Esta manera de obrar supone una orden dada por Cristo, tal como está anunciada en Jn. 3, 3 ss. y formulada explícitamente después de la resurrección (Mt. 28, 19; Mc. 16, 16). San Pablo profundiza y completa la doctrina bautismal que resultaba de las enseñanzas del Salvador (Mc. 10, 38) y de la práctica de la Iglesia (Rm. 6, 3). El Bautismo conferido en nombre de Cristo une a la muerte, a la sepultura y a la resurrección del Salvador (Rm. 6, 3 ss.; Col. 2, 12). La inmersión representa la muerte y la sepultura de Cristo; la salida del agua simboliza la resurrección en unión con El. El Bautismo hace que muera el cuerpo en cuanto instrumento de pecado (Rm. 6, 6) y hace participar en la vida para Dios en Cristo (Rm. 6, 11). La muerte al pecado y el don de la vida son inseparables: la ablución del agua pura es al mismo tiempo aspersión de la sangre de Cristo, más elocuente que la de Abel (Heb. 12, 24). El Bautismo es, por lo mismo, un sacramento pascual, una comunión con la pascua de Cristo; el bautizado muere al pecado y vive para Dios en Cristo (Rm. 6, 11).

b) Eucaristía.

Del NT se obtienen tres series de datos a propósito de la relación de la Eucaristía y los pecados de los miembros de la comunidad que la celebra. En primer lugar, en el mismo texto de la institución se afirma claramente que la Eucaristía es la sangre de la nueva Alianza «derramada para el perdón de los pecados» (Mt. 26, 28). Por otra parte, en el caso de pecados verdaderamente graves y notorios, está atestiguada la exclusión de la plena comunión de la vida cultual y social de la comunidad cristiana. San Pablo habla claramente de la buena disposición para acercarse al banquete eucarístico. Por lo mismo, según la doctrina del Nuevo Testamento sobre la Eucaristía, aunque no está directamente ordenada al perdón de los pecados ni supla al sacramento de la Penitencia, en algunos casos puede perdonar los pecados graves, según la doctrina de Santo Tomás (3, q. 79, a. 3) y de ella dimana la gracia del perdón, a través del sacramento de la Penitencia.

c) La Penitencia.

En el Concilio de Trento se definió que con las palabras de Jn. 20, 22-23 Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia. Se citan también los textos de Mt. 16, 19 y 18, 18 y las fórmulas claves ecclesiae y ministerium clavium para hablar del ministerio del perdón que se ejerce en el sacramento de la Penitencia.

Según el sentir de la Iglesia, los textos citados de san Mateo prueban que Cristo ha confiado a la Iglesia, en la persona de los Apóstoles y de sus sucesores, la facultad y la misión de perdonar los pecados mediante una sentencia o una acción visible o social que tiene valor delante de Dios en orden a la salvación. En estos textos hay que ver, según ciertos autores, la doble potestad de absolver y no absolver, que es esencial para el poder judicial en el estricto sentido que hoy se entiende, aunque no era común en la época del Nuevo Testamento.

Esta opinión concuerda con el desarrollo de la práctica penitencial en la historia de la Iglesia, donde el ministerio de «atar» y «desatar» significa fundamentalmente la facultad de remitir y retener los pecados de los cristianos, imponiéndoles condiciones y obligaciones que sean signo de su verdadera conversión, y conceder o negar el perdón de los pecados.

El poder de perdonar y de retener los pecados, según Jn. 20, 21-23, ha sido interpretado según dos tendencias. La primera, llamada clásica o jurídica, entiende el «perdonar» como referido directamente al pecado en cuanto que es ofensa a Dios, sin que el evangelista tenga presente la dimensión eclesial del pecado. «Retener», según esta sentencia, significa, por el contrario, negar la absolución y, en consecuencia, imponer o confirmar la obligación de someterse de nuevo al poder de la Iglesia. La segunda, llamada eclesial o eclesiológica, entiende el texto de San Juan a la luz del texto de San Mateo (18, 18), de la práctica penitencial de la Iglesia primitiva y de la práctica de las comunidades judías contemporáneas de Jesús. En esta perspectiva, interpretan «perdonar » como referido a los pecados del cristiano en cuanto que son una ofensa a la Iglesia (en la primera parte de la frase) y en cuanto que son una ofensa a Dios (en la segunda parte de la frase). En este caso, su sentido sería el siguiente: a quien vosotros, como jefes de la Iglesia, le perdonéis los pecados (considerados como una ofensa contra la santidad de la Iglesia), también se los perdonará Dios (en cuanto que son una ofensa contra El). En esta explicación el «retener» adquiere un sentido verdaderamente activo: significa «vincular», «ligar » al pecador según la gravedad de su pecado y «obligarle » a cumplir ciertas condiciones que lo lleven a la corrección y conversión para poder luego reconciliarlo perdonándole el pecado.

Las dos interpretaciones están de acuerdo en afirmar que Cristo confió a los Apóstoles el ministerio sacramental de perdonar los pecados a los cristianos. Las dos son capaces de demostrar que estas palabras de Jesús se refieren a los cristianos pecadores y no a los que no han sido bautizados todavía.

Las palabras con que Jesús concedió a la Iglesia el poder de perdonar los pecados no implican limitación alguna. Pero, ¿qué decir de ciertos pasajes del NT que parecen restringir esa universalidad de perdón? Esos pasajes se reducen a tres casos especiales: la blasfemia contra el Espíritu Santo (Mt. 12, 31-32; Mc. 3, 28-29; Le. 12, 10), la apostasía (Heb. 6, 4-6) y el pecado de muerte (1 Jn. 5, 16).

La blasfemia contra el Espíritu Santo. Los santos Padres, como San Agustín, manifiestan la dificultad de interpretar ese texto. Algunos exégetas modernos proponen la solución de que esa blasfemia consistiría en la repulsa de Cristo por parte de su pueblo, repulsa que se debió, más que a su malicia, a su debilidad e ignorancia, por lo cual se dice que es susceptible de perdón. La blasfemia contra el Espíritu Santo sería la repulsa de Cristo por parte de los fariseos, que atribuían a Satanás las obras de Cristo. La irremisibilidad no proviene de la limitación del poder de perdonar, sino de las malas disposiciones de los sujetos.

La apostasía, de que se habla en la Carta a los Hebreos, hay que interpretarla en igual sentido que en el caso anterior. Los sujetos que caen en esa apostasía se incapacitan a sí mismos para recibir el perdón.

El pecado de muerte, en esa carta de San Juan, no equivale al pecado mortal, según la teología tradicional, sino a un pecado de gravedad extrema. Hay que afirmar que San Juan no dice que tales pecados sean imperdonables, sino su dificultad, por no estar tales sujetos en condiciones adecuadas para su perdón.

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