LA FORMACIÓN LITÚRGICA

LA FORMACIÓN LITÚRGICA

I. Principios generales

La reforma litúrgica promovida por el Vaticano II ha puesto en primer plano la necesidad de una acción formativa específica para renovar concretamente y en profundidad la vida litúrgica de los fieles y de las comunidades cristianas.

El intento de este artículo es proponer algunos criterios y aspectos fundamentales de formación litúrgica de los cristianos. Más aún, sabemos que en la mayor parte de los casos se trata de personas y de comunidades que deben redescubrir el sentido de la fe, de su vocación bautismal, de las consecuencias que de ella se derivan para la práctica de la vida, lo cual exige una seria formación de base.

1. CONCEPTO DE FORMACIÓN.

En el uso común, el término formación se refiere a una cuestión de doctrina, de conocimientos adquiridos mediante un proceso de enseñanza-aprendizaje.

Es necesario librar al término de tal concepción para entrar en una visión que responda más, tanto al ser del hombre como realidad personal integral, cuanto a la realidad que está llamado a vivir como experiencia unitaria.

a) Objetivo global de la formación.

Por tanto, la formación debe entenderse como una acción orientada a conferir al hombre una forma vital unitaria, ayudando a la persona a desarrollar todas sus cualidades y capacidades de manera armónica y equilibrada, y haciéndole adquirir las capacidades teóricas y prácticas para actuar y asumir determinados comportamientos en relación con un proyecto unitario de vida.

Refiriéndonos a la formación litúrgica, debemos, pues, considerarla no como un sector autosuficiente, externamente yuxtapuesto a otros sectores, sino como un aspecto y un componente de la formación integral del cristiano.

b) Formación intencional y funcional.

En el tema de la formación es necesario tener presente la distinción entre formación intencional y formación funcional.

La primera consiste en una acción formativa desarrollada de manera consciente, sistemática y ordenada a determinadas finalidades y objetivos. La segunda se debe a la influencia preterintencional y ocasional ejercida por el ambiente, por la atmósfera en que las personas viven.

Una y otra categoría pueden aplicarse a la formación litúrgica; y, de hecho, ambas interactúan también en este campo, aunque no siempre en sentido convergente, cuando faltan principios y un proyectos orgánicos y coherentes.

2. FORMACIÓN UNITARIA.

Cuando se habla de formación unitaria se debe entender que es tanto en referencia al sujeto personal, como en referencia a la realidad con la que entra en contacto en la celebración litúrgica: el misterio de Cristo.

a) El sujeto personal.

El papel que desempeña el sujeto no es solamente a nivel intelectual o espiritual. La persona vive a través de muchas dimensiones (corporeidad, actividad, afectividad, socialidad...); actúa no sólo en base a las ideas propias o que le son transmitidas, sino en base a estímulos, necesidades, impulsos, sentimientos, motivaciones...

Cuando una persona —hombre o mujer, niño, anciano, adolescente— participa en una celebración litúrgica, lleva consigo todo su rico y complejo mundo. Es necesario, por ello, liberarse de una visión dualista, tendente a disociar alma y cuerpo, naturaleza y sobrenaturaleza, hombre y cristiano, iglesia y mundo, liturgia y vida: ser cristianos no es una cosa diferente de ser hombres, sino que es un modo de ser hombres.

En la liturgia, la experiencia humana del cristiano, su propio modo de ser y actuar, encuentra un punto de referencia y de confrontación en la persona y en el misterio de Cristo, de quien se hace memoria en la liturgia; y, por otra parte, la presencia real y actual del Señor resucitado en las acciones litúrgicas posee una eficacia intrínseca, por la que puede actuar como forma y modelo operativo que impregna de sí la vida comunitaria y personal de los creyentes.

Aparece y se define así el yo del creyente no como separado o yuxtapuesto a su realidad de hombre, sino de tal modo que esta realidad implica hasta el núcleo más profundo de su ser, llamado a abrirse libremente al encuentro siempre nuevo y más consciente cada vez con la persona y con el misterio de Cristo y de la comunidad.

b) El misterio de Cristo.

Cristo que revela el misterio de Dios, del hombre y del mundo; que actúa el plan de Dios como obra de salvación del mal y de comunión de amor; que al fin de los tiempos pondrá en las manos del Padre una humanidad totalmente renovada en el Espíritu; una nueva creación reconducida a la bondad esencial de los orígenes: esto es, globalmente, el misterio de Cristo, que culmina en el acontecimiento pascual en torno al cual gravitan, como su propio centro de cohesión, todos los demás aspectos del misterio mismo. En orden a la formación litúrgica y a una participación "consciente, activa y fructuosa" (SC 12) por parte de aquellos que participan en las acciones litúrgicas, se exige que el misterio de Cristo, en su totalidad y en sus aspectos particulares, no sólo tenga sentido en sí mismo, sino que este sentido sea percibido, hecho propio y vivido desde dentro, como realidad actualizada por la liturgia, como salvación de Dios y de Cristo presente y operante en la persona y en la vida de cada uno y de la comunidad. La afirmación de que la liturgia es cumbre y fuente de toda la vida cristiana y de la acción de la iglesia (cf SC 10) debe bajar de un nivel teórico y abstracto, encarnarse, por así decirlo, en el tejido concreto de la vida de los cristianos y de su reunirse, aquí y ahora, para celebrar el misterio que se hace actual para ellos. De aquí nacerá uninterés más consciente por la liturgia celebrada, una participación más personalizada, un deseo de autenticidad y coherencia cristiana más serio y operativo.

Naturalmente, en la acción formativa deberán estar siempre presentes los dos polos más arriba indicados: el polo antropológico (la persona humana en su concreta situación de vida) y el polo cristológico (la persona y el misterio de Cristo presentes en la acción litúrgica como momento actualizante de la historia de salvación). Entre estos dos polos se articula y se desarrolla el proceso formativo al que corresponde en el cristiano un dinamismo de crecimiento que —en cada preciso momento de la vida, en cada edad y situación— le invita a ser cada vez más hombre y cada vez más cristiano, a través de una síntesis y una integración armónica de los diversos factores y componentes que constituyen y comprometen su existencia.

3. FORMACIÓN LITÚRGICA.

Esta expresión puede y debe entenderse según dos significados distintos y complementarios, que corresponden a dos momentos de la acción formativa: formación para la liturgia y para la celebración litúrgica; formación a través de la liturgia y de la celebración litúrgica.

a) Formación para la liturgia y para la celebración litúrgica.

El misterio de Cristo debe ser el punto de partida o, si se prefiere, el contenido de este momento formativo, que tiene como objetivo hacer comprender que "la liturgia celebra y expresa el misterio de Cristo, como misterio de salvación que se realiza hoy en la iglesia" y cómo "todo el pasado y todo el futuro de la historia de la salvación se concentran en el presente de las celebraciones litúrgicas". Se trata, en sustancia, de dar el sentido de la presencia y de la acción de Cristo en la liturgia.

Esto exige, por una parte, la propuesta-anuncio del misterio; por otra parte, supone que los fieles sean tales no sólo de nombre, sino también de hecho, y que la acción formativa pueda contar con un contexto de fe ya actual. En efecto, es la iluminación de la fe la que permite apreciar la esfera del misterio y su especificidad cristiana e histórico-salvífica en sentido general. Después hay, en particular, los diversos aspectos, momentos y elementos celebrativos: los textos, los ritos, los gestos, las acciones visibles..., que forman parte en concreto de una celebración. No basta con que los participantes los conozcan o los cumplan en su forma externa; deben de alguna manera tomar conciencia de su contenido y de su valor simbólico-sacramental en relación con la presencia y la acción de Cristo (por ejemplo, el rito humano de comer juntos no se identifica sic et simpliciter con la eucaristía; pero se hace eucaristía cuando es comprendido y vivido en referencia a la cena del Señor, al significado que él mismo ha querido atribuirle y del que la comunidad celebrante hace memoria, en un contexto de fe, bajo la presidencia del sacerdote y observando los ritos de la iglesia).

Para llevar hasta esta conciencia, la formación litúrgica puede recurrir a varias modalidades de información, instrucción, iluminación; pero no se agota en la transmisión de un puro conocimiento de las cosas. La acción formativa es tal cuando el saber intelectual se hace motivación profunda que mueve a la acción-vida. En nuestro caso, la formación litúrgica implica una dimensión de interiorización o de conversión al misterio conocido y acogido en la fe.

Para realizar este objetivo es importante hacer cooperar también el momento sucesivo.

b) Formación a través de la liturgia y de la celebración litúrgica.

"Aunque la sagrada liturgia sea principalmente culto de la divina majestad, contiene también una gran instrucción para el pueblo fiel... No sólo cuando se lee lo que fue escrito para nuestra enseñanza (Rom 15,4), sino también cuando la iglesia ora, canta o actúa, la fe de los asistentes se alimenta y sus almas se elevan hacia Dios a fin de tributarle un culto racional y recibir su gracia con mayor abundancia..." (SC 33).

En este texto se reconoce, en principio, la eficacia pedagógica y formativa que las acciones litúrgicas tienen en sí mismas. Es necesario, sin embargo, precisar que tal eficacia se entiende según las modalidades y las connotaciones propias de la celebración. Esta no se estructura únicamente sobre la base de textos verbales (la palabra, en sentido amplio), sino también sobre un conjunto de elementos: gestos, ritos, lugares, tiempos, acciones..., que pertenecen al lenguaje simbólico. Más aún, es necesario hacer ulteriores precisiones: los mismos elementos verbales (palabra de Dios, cantos, oraciones, moniciones...) en el más amplio contexto celebrativo no desempeñan únicamente ni —diríamos-- primariamente una función didáctica (información-enseñanza), sino que asumen también un valor simbólico, evocativo del misterio, que actúa implicando global y profundamente a toda la persona, la cual se siente comprometida con una acción que la afecta.

El lenguaje simbólico, de todas formas, no tiene por su naturaleza un sentido unívoco, sino polivalente; por tanto, la palabra conserva una misión de clarificación y explicitación de los significados en referencia al misterio de Cristo y a los datos interpretativos de la fe cristiana. De cualquier modo, conviene recordar que esa palabra resuena y actúa en un contexto simbólico por naturaleza y que, confrontado con la palabra, es el lenguaje simbólico el que tiene la chance de ejercer un influjo más incisivo, aunque no siempre se le perciba a nivel reflejo.

Es importante, pues, que todo lo que se enuncia y declara con palabras no contradiga el lenguaje de los signos y de los símbolos. Por poner un ejemplo: un discurso de iglesia ministerial, de iglesia comunidad-comunión o de iglesia sacramentode-salvación para todos los hombres no será convincente si resuena en una asamblea estructurada de manera rígidamente piramidal o dirigida con absolutismo clerical; o si en la asamblea misma faltan actitudes de apertura, de acogida, de aceptación y de confianza hacia todos, y en cambio tienen lugar selecciones y marginaciones... Lo que en estos casos prevalece no son las enunciaciones verbales, sino la realidad expresada por el signo-asamblea.

Para no diluir la eficacia formativa que las acciones litúrgicas pueden tener en sí mismas, se necesita una atención particular al crear el justo equilibrio, la recíproca conexión y coherencia entre los elementos verbales y los elementos simbólicos que intervienen y cooperan en la celebración. Es un compromiso que afecta a cuantos tienen la responsabilidad de programar y preparar, presidir y animar las celebraciones litúrgicas. Si, por su parte, se respetan las condiciones para uncorrecto desarrollo de la celebración, ésta podrá verdaderamente actuar en sentido formativo, favoreciendo una maduración de la fe, una percepción del misterio cristiano y de sus valores más profundos tal, que —más allá del momento celebrativo— tienda a convertirse en acontecimiento vital por el que toda la existencia quede marcada y afectada.

4. LA COMUNIDAD, LUGAR DE FORMACIÓN.

El Vat. lI ha presentado la liturgia como "obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la iglesia" (SC 7). Esa visión, pese a su sobriedad, implica un profundo repensamiento del hecho eclesial para poder encontrar reflejo en una adecuada visión de iglesia.

a) Una imagen "nueva" de iglesia.

De hecho ha sido el mismo concilio el que ha sacado a la luz una imagen de iglesia cuerpo de Cristo y pueblo de Dios que, en la unidad y multiplicidad de sus miembros, celebra la liturgia como comunidad estructurada según los diversos ministerios y carismas. Es una imagen que se puede decir nueva en sentido relativo (respecto a una visión de iglesia rígidamente jerárquica y clerical, que ha predominado durante largo tiempo). En realidad, la perspectiva conciliar remite a los datos neotestamentarios, y más en particular a los escritos apostólicos. En ellos se aprecia una visión, una imagen de iglesia (ekklesía) que es en concreto la comunidad de los creyentes, convocados en el nombre del Señor, en torno a los apóstoles, para la reunión litúrgica. Las líneas características de una comunidad reunida así se definen desde la comunión en la fe en Cristo, la esperanza del reino, el amor que procede del Espíritu Santo; y, sustancialmente, se identifican con las de la iglesia. O, mejor, las asambleas reunidas para celebrar la liturgia son el lugar donde la iglesia se manifiesta en su realidad visible y comunitaria.

b) Formación de la comunidad mediante el actuar litúrgico.

El actuar litúrgico es verdad que no agota toda la actividad de la iglesia, la cual se despliega en otros servicios para bien común; de todas formas, el actuar litúrgico es de alguna manera primordial. Los nuevos miembros de la comunidad son introducidos en ella mediante una reunión y una acción litúrgica, el bautismo: de aquí nace y se incrementa el pueblo de la nueva alianza; aquí se funda el sacerdocio real de los fieles (cf 1 Pe 2,9), que los capacita para participar de la mesa eucarística de Cristo resucitado. Así, la eucaristía pasa a ser el punto culminante de toda reunión eclesial de los creyentes y el momento privilegiado de formación comunitaria, en el sentido de que la comunidad misma toma forma en el acto de celebrar la eucaristía, y conciencia del propio ser y actuar; mientras tanto, en los miembros particulares se clarifica y madura el sentido de pertenencia a tal comunidad y la conciencia de los compromisos que de ello se derivan: "Ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima eucaristía, por lo que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad. Esta celebración, para ser sincera y plena, debe conducir tanto a las varias obras de caridad y a la mutua ayuda como a la acción misional y a las varias formas de testimonio cristiano" (PO 6).

Dirá san Agustín con su riqueza expresiva: "Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros. En consecuencia, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el 'Amén'... Se te dice: `El cuerpo de Cristo', y respondes: `Amén'. Sé miembro del cuerpo de Cristo para que sea auténtico el `Amén' " (Sermón 272: PL 38,1246-1248). La correlación entre actuar litúrgico y comunidad eclesial, en la secuencia anuncio-sacramento-vida, se ve con la máxima intensidad y eficacia formativa. La eucaristía aparece verdaderamente como la forma que plasma la vida de la iglesia y de los creyentes particulares. Pero esta acción nunca es un punto de llegada definitivo; es también siempre un nuevo punto de partida. La iglesia continúa celebrando la eucaristía, nutriéndose con el cuerpo y la sangre de Cristo, porque la plenitud de su realidad y de su manifestación visible todavía no está completamente formada; porque sus miembros todavía tienen siempre necesidad de ser iniciados y formados en el misterio de lo que son, para sentirse iglesia, actuar como iglesia y dar un testimonio de iglesia. En la celebración eucarística y en toda celebración o acción litúrgica, lo que se dice, se hace o se recibe actúa y comunica la totalidad del misterio. Es éste el modo propio con que la liturgia lleva al progresivo descubrimiento de Cristo, a una comprensión de su misterio, que es al mismo tiempo participación de él como experiencia interior y significativa. De aquí se sigue la continuidad de la acción formativa de la liturgia, dentro de la comunidad y a través de un proceso que parte de la iniciativa de Cristo (que se da, y, dándose, actúa), alcanza personalmente el yo del creyente, transforma su existencia, la hace ser lo que en la asamblea litúrgica se cumple y se celebra: acción de gracias al Padre, ofrecimiento de sí para que el mundo viva.

Bajo el aspecto de la formación litúrgica, la comunidad celebrante se hace lugar de formación a nivel de compromiso vital en el misterio. Esto no excluye —más aún, exige por parte de la comunidad, siempre responsable de la formación de sus miembros— otros momentos y polos formativos; según los criterios de una equilibrada / pastoral litúrgica, que no quiera acabar en un panliturgismo, sino responder a las instancias más articuladas de una pedagogía de la fe y de sus destinatarios.

II. Indicaciones de método

1. LA LECCIÓN DE LA ANTIGÜEDAD.

Los documentos de la iglesia antigua testifican que en aquella época el método de la formación litúrgica era un hecho experiencial, global y progresivo.

a) Un ejemplo.

Se podrían, a este respecto, multiplicar los ejemplos. Aquí nos bastará con recordar un conocido texto del apologista san Justino (ca. 150 d.C.) cuando describe cómo se celebraba la eucaristía en su tiempo: "El día que se llama del sol se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades y en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los recuerdos de los apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente, de palabra, hace una exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente, nos levantamos todos a una y elevamos nuestras preces, y terminadas éstas, como ya dijimos, se ofrece pan y vino y agua, y el presidente, según sus fuerzas, hace igualmente subir a Dios sus preces y acciones de gracias, y todo el pueblo exclama diciendo `Amén'. Ahora bien, la distribución y participación, que se hace a cada uno, de los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío por medio de los diáconos a los ausentes..." (Apología I, 67). Mediante una descripción simple y esencial se ponen de relieve la estructura de base de la celebración (liturgia de la palabra, liturgia eucarística); el carácter de acción común, en la que todos toman parte, y la percepción inmediata e intuitiva del significado de la acción litúrgica por parte de los participantes.

b) Algunas consideraciones.

Originalmente, las acciones, los símbolos y gestos de la liturgia eran para la asamblea celebrante algo vivo y elocuente, porque, de alguna manera, estaban en relación con la experiencia de vida. Al participar en una celebración litúrgica, los cristianos comprendían su significado simplemente mirando, escuchando, actuando, en un determinado clima y ambiente (según lo que ha sido definido [-> supra 1, 1, b,] formación funcional). Cierto; también ellos necesitaban una enseñanza y una formación intencional; no tanto, empero, acerca de las acciones sensibles cuanto en torno a la acción invisible de Dios, que actúa en y mediante el acontecimiento celebrativo. Esta era la finalidad de las catequesis mistagógicas, que tenían lugar generalmente en conexión con la celebración de los sacramentos de la -> iniciación cristiana. Fuertemente insertas en el desarrollo litúrgico, pretendían dar a los fieles un conocimiento más pleno del misterio celebrado y, al mismo tiempo, suscitar en ellos un compromiso consciente y sincero que los llevase a asumir actitudes de vida correspondientes a su carácter de bautizados. Se derivaba de ello, de manera absolutamente natural, una unión y una integración entre celebración y vida.

2. PROBLEMÁTICAS ACTUALES.

El problema de la formación litúrgica, por tanto, ha existido siempre; no se trata tanto —como podría parecer— de un hecho de reforma consecuencia del Vat. II cuanto de una dimensión permanente de la formación integral del cristiano y del pueblo de Dios, de una necesidad de retomar constantemente el itinerario formativo. La problemática actual, inherente al contexto tanto eclesial como socio-cultural, es, de todas formas, particularmente vasta y compleja. No es posible, en este lugar, dar un cuadro exhaustivo. Sin pretensiones de originalidad, se señalarán simplemente algunos aspectos y factores que parecen tener una incidencia más directa en el ámbito de la formación litúrgica.

a) Disociación entre vida y culto.

Si hoy el problema ofrece aspectos de mayor dificultad y urgencia, esto se debe, al menos en parte, a ciertas connotaciones particulares del actual contexto histórico-cultural. A causa de la fragmentación de la realidad en los diversos ámbitos y sectores de la especialización le resulta en general difícil al hombre moderno occidental redescubrir su unidad profunda y situar su existencia en el mundo. La mentalidad del hombre técnico, marcada por el eficientismo y el productivismo, tiene dificultades para comprender los valores propios del universo simbólico. Y las consecuencias de tal situación se reflejan también en el ámbito litúrgico. Hoy, además, no se vive ya en un régimen de cristiandad, sino de -> secularización y de pluralismo; de este hecho (en conexión con el eficientismo técnico al que acabamos de aludir) se deriva la consecuencia de que el hombre ha perdido la conciencia de ser un salvado por Dios, mientras que la liturgia es, por su propia naturaleza, un momento actualizador de la historia de la salvación. Así se explica la disociación producida entre culto y vida.

b) Dualismo entre religiosidad popular y liturgia.

Todavía está en marcha un proceso (cuyos orígenes se encuentran históricamente bastante atrás en los siglos) que ha determinado una escisión —si no una contraposición— entre -> religiosidad popular y acciones litúrgicas. Estas, presentadas de manera demasiado objetiva, acabaron por no ser ya comprendidas por el pueblo, el cual, poco a poco, se adecuó a ellas solamente por precepto; y hoy, podríamos añadir, en muchísimos casos por conveniencia o hábito social, cuando no por impulsos confusamente emotivos. Esto determinó el nacimiento de otras formas y modalidades expresivas del sentido religioso, que el pueblo siente sobre todo como suyas, pero que no siempre están exentas de límites y deformaciones (cf Evangelii nuntiandi 48). No obstante algunas indicaciones del concilio y la reciente multiplicación de estudios e investigaciones sobre el argumento, el problema permanece abierto y no parece fácil encontrar soluciones satisfactorias a nivel pastoral, de cara a la formación del pueblo cristiano en su conjunto, y más particularmente de cara a su formación litúrgica (cf SC 13-14).

3. ALGUNAS LÍNEAS OPERATIVAS.

Aquí se vuelven a considerar, bajo el punto de vista metodológico, algunos aspectos ya tratados en el cuadro de los principios generales [-> supra, I]. Se trata de propuestas hechas con pura intención indicativa y de carácter todavía general. Para traducirlas en hechos será siempre necesario ponerlas en relación y adaptarlas al contexto concreto en que se trabaja. Además, no se podrá considerarlas como leyes que actúen de manera casi automática e infalible: cualquier acción dirigida al hombre deja siempre un espacio de libertad a su respuesta; y por otra parte, en el contexto de lo vital humano entran frecuentemente en juego factores imponderables e imprevisibles que pueden condicionar los efectos y los resultados que nos habíamos propuesto obtener.

a) Reconstruir un tejido eclesial.

Si la liturgia es obra de la iglesia, para dar concreción a esta afirmación de principio es necesario que le corresponda una experiencia vivida y que existan las condiciones para hacer tal experiencia no sólo posible, sino convincente y creíble. De todas formas, en la actual estructuración social que se configura como civilización de masas, la iglesia se encuentra viviendo históricamente situaciones que parecen contradictorias: por una parte, se constata una situación de diáspora (con el consiguiente sentido de aislamiento y de marginación para los cristianos); por otra, se asiste en determinadas ocasiones a fenómenos de iglesia de masas (que fácilmente inducen al anonimato, a la despersonalización y, por tanto, al no compromiso). Así pues, se impone la necesidad de recrear un tejido eclesial vivo y activo; de manera que el "pueblo de la nueva alianza", la "comunidad de los creyentes" se haga una realidad bien visible, punto de referencia concreto y vital respecto al ambiente circunstante, elemento de reclamo para cuantos están todavía en situación de búsqueda o van redescubriendo su vocación de bautizados y su identidad cristiana. Teniendo en cuenta lo que ya está sucediendo en la vida de la iglesia y en particulares áreas de ella, parece que hoy se puede hacer una verdadera experiencia de iglesia a partir no tanto de una propuesta de iglesia universal —real, pero difícilmente perceptible—, sino desde la inserción en comunidades más restringidas y concretas. Puede ser diversa la fisonomía de estas pequeñas unidades, sus motivaciones de origen y de agregación (grupos propiamente litúrgicos, grupos de pastoral familiar, asociaciones caritativas, grupos bíblicos, grupos de enfermos con sus familiares y amigos...). De todas formas, si son verdaderos grupos de iglesia, nacerá espontáneamente el deseo y la necesidad de hacer espacio, en su vida, a un momento litúrgico. Podrá configurarse alternativamente como momento de reflexión y de estudio, o como momento celebrativo. En su ámbito se darán, de todas formas, ocasiones diversas para hacer experiencia de la naturaleza comunitaria de la liturgia, de compromiso en la participación activa, de integración entre liturgia y vida. La liturgia comprendida y vivida dentro del grupo como experiencia de iglesia (estar juntos, acogerse y reconocerse recíprocamente como personas y como hermanos en la fe, actuar juntos a nivel humano, a nivel celebrativo y sacramental...) contribuirá a hacer crecer y madurar la conciencia y la consistencia eclesial del grupo mismo; y al par le ayudará a sentirse parte y signo del cuerpo total de Cristo, en el momento en que se celebra y se actualiza el misterio. El grupo tendrá así una función de relais, de elemento de apertura a una iglesia local más amplia (parroquia, diócesis...) y a la iglesia universal. Además, si son fieles a su función y vocación, esos grupos pueden favorecer el crecimiento de la iglesia en comunidades cada vez más amplias, sea con una acción directa de animación de la liturgia, sea con una participación viva y significativa en las celebraciones de asambleas más vastas y heterogéneas [-> Grupos particulares].

b) Dar espacio a una catequesis litúrgica.

Para que las acciones litúrgicas puedan desarrollar efectivamente su eficacia y valores formativos inherentes, es necesario dar espacio a momentos distintos y específicos de -> catequesis litúrgica que lleven a una profundización sistemática del hecho litúrgico en sus diversos aspectos y elementos; en algunos casos podría suceder también que la situación concreta de determinados grupos o comunidades exija dar espacio e importancia mayor a la catequesis sistemática respecto a la celebración. Dependerá de la sensibilidad pastoral de los responsables el hallar la justa línea de equilibrio. En todo caso, una formación catequético-sistemática debería contemplar —al parecer—por lo menos dos tipos de temas: uno de contenido antropológico, orientado a introducir en el conocimiento y comprensión del lenguaje y del mundo simbólico, a la toma de conciencia de una dimensión fundamentalmente simbólica de la existencia humana; de cara a una educación en el actuar simbólico-ritual, mediante la valoración de actitudes y experiencias humanas fundamentales que remiten a algo diverso, a un más allá que trasciende el puro dato contingente; otro de contenido teológico, orientado a hacer comprender globalmente el sentido de la historia de la salvación y del misterio de Cristo, del que se hace anamnesis en la liturgia. Surge entonces, como hilo importante deltema, una dimensión bíblica con doble finalidad: dar las nociones indispensables para una correcta comprensión de la Sagrada Escritura; pero sobre todo hacer que se perciba la palabra de Dios como una iniciación a la historia de la salvación, como elemento simbólico que nos remite a una realidad que no pertenece sólo al pasado, sino 'que, representada en la liturgia, está en camino de continuo devenir y realizarse en el hoy del hombre. Otro objetivo importante del tema catequético será el de hacer comprender y tomar conciencia a los cristianos de su propia vocación a la liturgia, en conexión con la llamada a la fe y al ejercicio del sacerdocio bautismal: todo bautizado está consagrado para rendir culto y participar en la acción de Cristo en la liturgia; cada uno participa en ella según su modo propio (hay funciones y tareas diversas: ministerialidad de la iglesia), pero la participación es una sola. Aparte de la especificación de los criterios. de opción de contenidos (aquí apenas insinuados en algunos temas de base), una catequesis orientada a la formación litúrgica deberá recurrir constantemente a elementos litúrgicos (textos, ritos, signos, acciones) y estar como entretejida de ellos; hasta el punto de hacer captar sus significados y valores no de manera desligada y fragmentaria, sino en el cuadro de un todo orgánico y coherente, cual se presenta precisamente la liturgia como celebración del único misterio de Cristo.

c) Crear interacción en el momento experiencial-celebrativo.

La transmisión a nivel cognoscitivo de contenidos doctrinales oportunamente escogidos, coordinados y propuestos es ciertamente importante para la formación litúrgica, especialmente de cara a la concienciación. Sin embargo, si se pretende llevar las comunidades, los grupos y cada uno de sus miembros particulares a una participación verdadera y activa de la celebración litúrgica, el momento experiencial se hace inseparable del teórico-sistemático. Más que la teoría es, en efecto, la acción litúrgica la que hace entrar en la lógica de la celebración, y ayuda a asimilar de manera cada vez más personal y profunda todo lo que se ha recibido a nivel de catequesis litúrgica. Quien tiene la tarea de programar y realizar un iter formativo deberá, por tanto, prever una secuencia articulada y coordinada de celebraciones para integrarlas e intercalarlas oportunamente en el tema catequético. Estas celebraciones —que se podrían llamar de iniciación o no-sacramentales tienen la finalidad de ayudar a los participantes a interiorizar aspectos y elementos particulares del hecho litúrgico, así como de suscitar las actitudes litúrgicas fundamentales.

Sin querer agotar o limitar el ámbito de opciones posibles, pueden ser útiles algunas indicaciones a título de ejemplos:

Experiencia comunitaria (celebraciones que expresen el significado del estar-juntos, acogerse y reconocerse recíprocamente, estar implicados comunitariamente en el actuar ante Dios...); experiencia simbólica (acciones comunitarias donde se subraya un particular elemento simbólico o un actuar mediante símbolos con una carga de determinados significados...); expresión gestual y corpórea (secuencias mímicas, dramatizaciones que ayuden a comprender e interiorizar el significado profundo de los gestos, actitudes y movimientos corpóreos habituales en las acciones litúrgicas...); actitudes de silencio-escucha-respuesta (celebraciones de la palabra con oportunos ejercicios y pausas de silencio que ayuden a percibir la relación dinámica entre palabra, silencio y oración...); actitudes de oración: alabanza, acción de gracias, ofrenda, petición, perdón... (celebraciones de oración centradas cada vez en una de las actitudes fundamentales; celebraciones penitenciales...).

Estos y otros tipos de celebración pueden servirle a una función formativa como puntos de partida o fases de paso para enriquecer a los particulares y a la comunidad con una mayor conciencia y capacidad participativa con ocasión de las verdaderas y propias celebraciones sacramentales (bautismos, confirmaciones, matrimonios, ordenaciones...), en las que el aspecto participativo exigirá siempre estar adecuadamente preparado, y que hallarán su culminación en la celebración eucarística. En cuanto celebraciones no sacramentales, pueden ser también formas de experiencia litúrgica más adecuada a grupos o comunidades que se encuentran a niveles de fe preferentemente catecumenales, y exigen por tanto una maduración y un crecimiento antes de ser habilitados para participar en los sacramentos de la fe. Para una mayor implicación de aquellos a quienes se dirige la acción formativa puede ser oportuno que su participación en la liturgia no se limite al momento de su puesta en obra, sino que empiece ya en la fase de la programación y preparación. Tal experiencia será una ayuda para comprender mejor los elementos según los cuales se estructura una celebración y el tipo de lógica interna que los une armónica y significativamente; de aquí se derivará una comprensión más plena, más profundamente cristiana, de la realidad que la celebración está llamada a expresar.

d) Formación progresiva y cíclica.

La existencia humana es un continuo devenir bajo el impulso de un dinamismo que la recorre por entero, con sus ritmos vitales, con pasos sucesivos a través de estadios diversos de madurez; por lo cual también el continuo reproponerse de determinadas experiencias de fondo es vivido cada vez a niveles diversos de comprensión y en contextos referenciales diversos. Otro tanto se puede decir de la vida de fe y de la experiencia litúrgica, no separadas, sino integradas en el conjunto de la vida humana. Esto justifica el criterio pedagógico de la progresividad, que tampoco la formación litúrgica puede omitir.

Por lo que se refiere a los DESTINATARIOS, llamamos la atención sobre algunos aspectos de una formación progresiva: el punto de partida, o sea, lo que ya conocen y están en condiciones de comprender y vivir aquellos que comienzan un iter de iniciación o formación litúrgica; las leyes que regulan el crecimiento humano del individuo y del grupo, los ritmos de crecimiento que hay que respetar, con la ductilidad y capacidad de adaptación que exige cada caso concreto; los diversos niveles de fe y de madurez espiritual de los individuos y de las comunidades, sin olvidar que cada uno vive la propia vida en Cristo según una progresiva adhesión y conformación a su persona y mensaje, guiado por la acción del Espíritu Santo (esfera personal; cf Rom 8,12-15; Gál 5,22-25); y que, por otra parte, el mismo Espíritu anima y hace crecer las comunidades gracias a una distribución de dones, funciones y servicios diversos en beneficio común (esfera comunitaria; cf Rom 12,4-13; 1 Cor 12,4-11.27-28; Ef 4,11-12).

A este dinamismo de crecimiento en la fe y en la vida cristiana corresponde, EN LA LITURGIA, la repetición del misterio en el -> tiempo. El retorno cíclico de los mismos temas y de las mismas llamadas a actitudes espirituales y a compromisos concretos de vida, en conexión con los grandes tiempos del año litúrgico o con momentos celebrativos de significado más intenso, posee verdaderamente el carácter de una repetida y progresiva pedagogía de la fe, repropuesta cada año por la iglesia a los cristianos: celebrando el misterio que retorna, y que sin embargo se presenta bajo una luz siempre nueva y diversa, y poniéndose a la escucha atenta de la palabra de Dios que revela paulatinamente riquezas y profundidades insospechadas, la comunidad cristiana se acrecienta, se une más firmemente al Señor presente y operante en la celebración, se refuerzan los vínculos de la comunión y de la concordia; al mismo tiempo, cada creyente particular enriquece su propia experiencia de vida y de fe al hacer propio el misterio que se repropone. No es extraño a esta apropiación el proceder del tiempo y el natural proceso de maduración humana, que introduce también en una capacidad cada vez mayor de comprensión cristiana de la realidad. Así la repetición litúrgica se adapta a los ritmos de la vida humana y no es nunca una vuelta al punto de partida; sino que, como una espiral, alcanza la experiencia del hombre que progresa en el tiempo y se presenta como una realidad que nunca se acaba de alcanzar hasta el fondo ni de actuar completamente; . mientras, en correspondencia, la respuesta del hombre en su vida cristiana se construye y se perfecciona a través de la vida de cada día.

e) Formación permanente.

Vista desde la perspectiva de la progresividad, la formación litúrgica puede extenderse a toda la vida del cristiano: ninguna edad humana es capaz de agotar las riquezas insondables del misterio de Cristo. Por otra parte, es verdad que es un compromiso permanente de la comunidad y de cada bautizado continuar en el propio camino de crecimiento hasta alcanzar la plenitud de la estatura de Cristo (cf Ef 4,12a-13.15-16). En este sentido, la liturgia puede ser lugar y ocasión privilegiada de formación permanente; sobre todo para los grupos y comunidades que participan con una cierta regularidad y continuidad en las asambleas litúrgicas cuando se reúnen en ocasiones diversas, y particularmente para la celebración eucarística. Puestos algunos elementos de base como preliminares tendentes a iluminar el sentido de la liturgia en general y a iniciar en la realización litúrgica [I supra, a, b, c], se podrá dar a la formación litúrgica un carácter de formación permanente procediendo por itinerarios diversos y complementarios, que son individuables dentro de la liturgia misma. Señalamos algunos.

En primer lugar, el año litúrgico, con su sucesión de tiempos fuertes y tiempos ordinarios, de misterios del Señor y memorias de los santos, con la celebración de acontecimientos significativos para la vida de la comunidad. Aquí encontramos un cuadro completo que permite acercarse, profundizar y vivir el misterio de Cristo en sus diversos significados: ver cómo la obra de la salvación se ha efectuado en Cristo a través de los diversos momentos y aspectos de su misterio, todos orientados y culminando en el acontecimiento pascual; ver cómo, bebiendo en las fuentes del Salvador, los santos han participado de esta misma obra reproduciendo cada uno en sí mismo y en su propia vida algún aspecto del misterio total de Cristo; tomar conciencia de que la salvación se celebra continuamente y se actúa en las asambleas litúrgicas: iglesia en acto como comunión de los santos y comunidad de los creyentes, reunida en torno de Cristo, autor de la salvación, para anunciarla y llevarla a todos los hombres (cf SC 102).

Un segundo cuadro de referencia puede ser el de los sacramentos de la vida cristiana vistos no como momentos aislados e independientes unos de otros, sino como acontecimientos de salvación periódicamente repetidos que se encarnan —por así decir— en la vida del hombre y, desde su nacimiento hasta la muerte, lo introducen progresivamente y de manera cada vez más plena en el misterio de la vida en Dios y en Cristo (cf SC 59).

Es también importante el ciclo de las misas dominicales y feriales: articulado actualmente en tres años para las misas dominicales y en dos para las feriales, se presenta un cuadro de formación permanente particularmente rico, de cuyo conjunto se pueden destacar algunos elementos: el significado del domingo en general, visto como celebración del misterio pascual, que se desarrolla sin interrupción de domingo en domingo (cf SC 106); el progresivo crecimiento y asimilación de un determinado libro bíblico, favorecido por la lectura continua o semicontinua, adoptada por el leccionario festivo y ferial; la función misma de la palabra, mediante la cual el Señor convoca y reúne a sus fieles y suscita en ellos las disposiciones necesarias para ofrecer con él el sacrificio espiritual de sus vidas (cf SC 24; DV 15; 21; 25); los formularios de las oraciones, que van desde la serie de los prefacios a la de las plegarias eucarísticas y de las preces presidenciales (teniendo presentes no sólo las de las misas dominicales, sino también las de las misas votivas, las misas por diversas necesidades de la iglesia, de la sociedad civil, etc.). Una atenta sensibilidad pedagógica y pastoral sugerirá los criterios para alternar convenientemente los textos, de manera que los temas de las oraciones sean variados y se adapten a situaciones y necesidades concretas. La oración litúrgica conservará así una nota de frescura y de novedad, y se percibirá como más cercana a la realidad eclesial y humana que viven los fieles a lo largo del año.

Donde haya surgido la iniciativa de que una comunidad celebre unida por lo menos una parte de la liturgia de las Horas —por ejemplo, la oración de laudes o de vísperas—, ésta puede llegar a ser también buena escuela de formación permanente; en tal caso, uno de los elementos a los que hay que dar la preferencia y que puede ocupar un cursus formativo completo será el estudio y la oración de los salmos.

La liturgia considerada como escuela de formación permanente para las comunidades cristianas necesita además otros elementos complementarios y concomitantes que contribuyan a crear modalidades y condiciones favorables, adecuadas a la finalidad propuesta. Desde la elección de horarios (que tenga en cuenta las actuales y más comunes costumbres de vida de la gente) hasta la preparación de un espacio-ambiente (que favorezca el intercambio, el contacto, el reconocerse como hermanos y hermanas que recorren juntos el mismo camino). Durante las celebraciones, un uso oportuno del canto (que caracterice las diferentes etapas del iter de formación permanente); fuera de las celebraciones, ocasiones de estudio y reflexión común (como fases precedentes o subsiguientes de la celebración, para profundizar y clarificar los elementos que ha ido proponiendo poco a poco el camino formativo).

III. Formación como síntesis para la vida

Ya se ha dicho [-> supra, I, 2] que la acción formativa en general, y la litúrgica en particular, debe tener un carácter unitario de cara a promover un crecimiento en la fe y en la vida cristiana armónico y unitario.

1. UN MODELO.

A este respecto nos puede ofrecer un modelo eficaz el Ritual de la Iniciación Cristiana de los Adultos (= RICA). Por su riqueza de contenidos teológicos, de indicaciones pastorales y de acciones litúrgicas y por su estructura de conjunto, este libro litúrgico tiene una importancia que va más allá de la pura utilización celebrativa, y puede verse como la propuesta de un itinerario de formación cristiana fuertemente unitario y estimulante para la vida de las comunidades y de las personas particulares. Sin entrar en el análisis pormenorizado del documento [l Iniciación cristiana], interesa aquí señalar algunos aspectos de su estructura intrínsecamente unitaria y formativa.

2. Los PRINCIPIOS DE SÍNTESIS.

El carácter unitario y sintético no corresponde, en este caso, al de un tratado lógico, que procede por concatenaciones rigurosas y progresivas de conceptos, y que parte de determinadas premisas y llega a determinadas conclusiones mediante argumentación. En el RICA no se propone nada que haya que aprender, sino una realidad que se debe vivir según un itinerario que procede por grados, por iluminaciones progresivas de aspectos complementarios de la realidad misma, vistos en su integración recíproca y unitaria. Dentro de un itinerario así concebido, un mismo tema o aspecto de él, retomado a una cierta distancia de tiempo mediante las etapas sucesivas, puede profundizarse cada vez bajo aspectos nuevos y enriquecidos con nuevos elementos. Según esta lógica, se pueden especificar algunos criterios de síntesis.

La primera síntesis la ofrece el itinerario tomado en su conjunto: está guiado por un dinamismo que va desde la iniciación a la mistagogia, proponiendo los principales aspectos de los datos de la fe, de la vida moral y sacramental del cristiano (o de quien se prepara a serlo) en su unidad al mismo tiempo cristocéntrica, antropocéntrica y eclesial.

En segundo lugar, se debe considerar la estrecha y orgánica conexión entre las principales componentes de fondo del itinerario formativo (siempre presentes simultáneamente, aunque en medida y con modalidades diversas según el diverso carácter de las etapas y de los momentos formativos): una exigencia de relaciones verdaderas y concretas con la comunidad, donde la comunidad misma está llamada a responder para que —siendo el lugar natural de formación de sus miembros— asuma conscientemente esa responsabilidad en un clima de acogida y comunicación fraterna, abriéndose también a itinerarios de fe diferenciados, atentos a la situación espiritual y humana de aquellos que quieren descubrir o redescubrir el misterio de Cristo (RICA, Observaciones generales, n. 2; Observaciones previas, nn. 1; 4; 5; 41); la presencia constante de un tema catequético de inspiración preferentemente bíblica, que se desarrolla según la lógica del itinerario de iniciación-formación, para conducira la toma de conciencia progresiva y personal de la propia fe, y a un íntimo conocimiento de la historia de la salvación (ib, Observaciones previas, n. 19,3). Puede ser aquí oportuno mencionar la correspondencia entre estos componentes y los que más arriba se han indicado como los momentos indispensables para una formación litúrgica lo más válida e integral posible [-> supra, II, 3].

La función unificante de algunos centros en torno a los que se polariza y se construye, por maduraciones progresivas, la experiencia de los que se preparan para ser cristianos o para serlo más conscientemente: la continua referencia a Cristo y a su pascua, como elemento que define y da sentido a la experiencia de una vida de fe; el sentido de pertenencia a la iglesia de manera cada vez más responsable, que es como el punto de llegada hacia el que se siente llamado el catecúmeno en cada momento, en cada etapa de su camino (RICA, Observaciones previas, nn. 19,4; 39); la atención constante a la palabra de Dios como criterio de iluminación, de lectura, de profundización de la experiencia del misterio de Cristo y de la iglesia, que están viviendo los que se hallan en camino (ib, c. VI, Textos diversos para la celebración de la iniciación cristiana de los adultos); la experiencia litúrgica como gozne de la catequesis permanente y momento fundamental de la experiencia de fe, sea de la comunidad cristiana, sea de aquellos a los que ella acompaña en el camino de crecimiento y maduración en la misma fe; la atención al hombre concreto (el adulto) considerado en su unidad y originalidad personal, con sus límites, sus problemas, sus experiencias humanas, aun cuando camina con otros en la comunidad (cf Observaciones previas nn. 20; 50,1; 67).

Con esta presentación rápida y esquemática no se pretende identificar la propuesta del RICA con la formación litúrgica simplemente o como el único modelo válido y posible. De todas formas, por la riqueza de elementos que contiene, ofrece amplias posibilidades de cambiar, adaptar o sustituir determinados textos y gestos donde sea oportuno; esto se encuentra un poco por todas partes en el documento (cf, por ejemplo, los nn. 20; 64-67). En realidad, este ritual, orientado a guiar las opciones precisas de la iniciación, puede inspirar otros caminos de fe en la experiencia cristiana, que la iglesia de hoy debe hacer brotar de su propio interior. Se podría precisar que en el RICA tenemos la formulación litúrgica de un itinerario de formación en la fe y en la vida cristiana. El hecho no carece de interés para un tema de formación litúrgica. Tanto más si se tiene en cuenta que el itinerario mismo no se concluye con un punto final, sino que desemboca en una toma de conciencia según la cual, acogidos los neófitos en la asamblea eucarística, "la comunidad juntamente con ellos progresa, ya con la meditación del evangelio, ya con la participación de la eucaristía, ya con el ejercicio de la caridad, en percepción más profunda del misterio pascual y en la manifestación cada vez más perfecta del mismo en su vida" (RICA 37). Nos encontramos frente a una comunidad que progresa junta; que, ayudando a crecer a los neófitos, crece ella misma con ellos. El itinerario catecumenal se hace así una síntesis para la vida. Una síntesis que debe ser continuamente reconquistada mediante un dinamismo que pone a la misma comunidad y —dentro de ella— a cada persona particular en estado de formación permanente, en el constante y siempre renovado descubrimiento del misterio. He aquí que ahora la formación litúrgica se sitúa como una componente constitutiva de ese camino: junto con él debe ser constantemente retomada, adaptada, renovada según la realidad de la vida comunitaria, para que en ella se celebre, se exprese y se viva progresivamente, cada vez con mayor plenitud, el misterio de Cristo y de la iglesia.

IV. Corolario: indicios de formación litúrgica por etapas diferenciadas de edad

En la declaración conciliar sobre la educación cristiana se presenta la liturgia como el elemento central y polarizador de toda la obra educativa (cf GE 2), mientras que en la constitución sobre la liturgia se recomienda a los pastores de las comunidades cristianas que "fomenten con diligencia y paciencia la educación litúrgica y la participación activa de los fieles, interna y externa, conforme a su edad, condición, género de vida y grado de cultura religiosa" (SC 19). Se hallan aquí las premisas para una reflexión sobre la formación litúrgica en las diversas fases de la edad evolutiva; y de hecho las comunidades reales y concretas comprenden personas de toda edad. Mientras que los comentarios precedentes se referían a las comunidades cristianas en general y a sus miembros adultos, en la perspectiva recientemente aludida todo el tema —pese a ser válido en sus datos esenciales— deberá ser repensado por los educadores en función de las diferentes edades, teniendo presentes los datos que pueden ofrecer las diversas ciencias humanas, particularmente la psicología de la edad evolutiva y la metodología catequética (con un interés particular por la dimensión litúrgica).

Aquí nos limitaremos a señalar las diferentes etapas a las que se debe dirigir la atención de los educadores (recordando que las subdivisiones cronológicas no tienen nunca un valor absoluto, sino que pueden variar y difuminarse según los sujetos, sus ambientes sociales, culturales, geográficos...). Para cada etapa se darán breves indicaciones orientativas, mientras que para un desarrollo más amplio de los diferentes aspectos inherentes al argumento nos remitimos a la bibliografía.

1. FORMACIÓN LITÚRGICA EN LA PRIMERA INFANCIA (CERO-SEIS AÑOS).

En esta primera fase de la vida, la formación del niño tiene lugar sobre todo por influjo del ambiente, en particular de la familia y de los padres. Esto vale también para la primera iniciación litúrgica, que tendrá obviamente un carácter ocasional y espontáneo, unido a situaciones de vida (familiar) en las que el niño puede participar y estar interesado a nivel emotivo. Más que la enseñanza verbal, es importante el clima religioso del ambiente familiar; las actitudes y los sentimientos religiosos que los padres viven y expresan en presencia de los hijos, implicándoles en la medida en que son capaces. En la fase más avanzada de esta edad (cinco-seis años) se puede favorecer ocasionalmente una primera experiencia litúrgica del niño valorando algunos momentos del año litúrgico, algunos signos y gestos, la participación en las asambleas litúrgicas (especialmente las dominicales y festivas) junto a los padres u otros miembros de la familia (hermanos-hermanas mayores, tíos, etc.) que guíen la atención de los más pequeños, intentando fijarla en momentos y aspectos determinados de la celebración.

2. FORMACIÓN LITÚRGICA EN LA NIÑEZ (SEIS-ONCE/DOCE AÑOS).

Globalmente, el crecimiento de los niños se caracteriza por el papel de la afectividad, de la apertura a una comunidad más vasta que la familiar (mediante la experiencia de la escuela, del grupo catequético, de otros grupos de finalidad formativo-recreativa). En ese contexto se perfila el papel de la autoridad, vista como fuente de experiencia, de conocimiento, de modificación del propio comportamiento, de ayuda para la formación de una conciencia personal y responsable. El carácter ocasional de la formación litúrgica (en conexión con momentos e intereses particulares de la vida del niño, con las fiestas del año litúrgico, con la participación en las celebraciones dominicales...) conserva todavía su valor. De todas formas, adquiere mayor importancia una formación sistemática, con vistas a la experiencia sacramental, a la que está llamado el muchacho en esta fase de su evolución religiosa. En el ámbito de la formación catequética prevista para esta edad, asume por tanto un relieve particular la dimensión litúrgica. Inicialmente será oportuno llevar al niño a una toma de conciencia del propio bautismo como realidad que le concierne personalmente, con las exigencias que se derivan del mismo para su vida y vocación cristiana. Pero el elemento característico y central será la iniciación sacramental orientada a una plena participación de la eucaristía, con la misa de primera comunión; a una participación en el sacramento de la reconciliación, en relación con la progresiva maduración moral de cada niño; a una asunción más responsable del papel propio y de compromisos precisos en la comunidad cristiana, con el sacramento de la confirmación (sin embargo, hay actualmente razones pedagógico-pastorales que aconsejan retrasar cronológicamente este sacramento).

Es importante que esta iniciación sacramental se desarrolle en la perspectiva unitaria de la historia de la salvación, valorando la pedagogía de los signos litúrgicos. Además, el grupo catequético mismo —si funciona correctamente— puede ser el lugar adecuado para promover tiempos y ocasiones de una experiencia más específica y una participación litúrgica.

Pensemos en una serie programada de breves celebraciones de iniciación o de encuentros formativos diversamente configurados: sea para introducir a la experiencia-conocimiento de signos, gestos, oraciones, acciones litúrgicas; sea para suscitar en el niño sentimientos y actitudes religiosas que tienen su expresión más plena en las celebraciones sacramentales, y particularmente en la eucaristía (sentido de la fiesta, alegría de encontrarse juntos, sentido de la escucha, del silencio, de la alabanza, de la ofrenda, de la acción de gracias; sentido del banquete fraterno, de la presencia del Señor entre los suyos...). Pensemos además en las indicaciones y posibilidades formativas que ofrecen los libros litúrgicos, preparados para favorecer una mejor iniciación litúrgica de los niños a la misa y una participación activa en la celebración eucarística, adecuada a su edad [-> Niños]. Tampoco se puede olvidar el c. V del RICA sobre el Ritual de la iniciación de los niños en la edad catequética, importante tanto por las observaciones previas (nn. 306-313) cuanto por las propuestas rituales-celebrativas ofrecidas como pista del itinerario de iniciación (nn. 314-369). Naturalmente, todos los instrumentos de que disponemos para una válida y eficaz utilización necesitan personas preparadas convenientemente y dotadas de viva sensibilidad pedagógica y litúrgica.

3. FORMACIÓN LITÚRGICA EN LA PREADOLESCENCIA (ONCE/DOCE-CATORCE/QUINCE AÑOS).

Esta fase de la edad evolutiva, en relación a las otras, ha sido quizá menos explorada y estudiada; hay, por tanto, una cierta escasez y parcialidad de datos y elementos también bajo el aspecto pedagógico-formativo. La preadolescencia se configura ciertamente como una edad difícil, en cuanto que marca el paso que va del mundo de la infancia al de la adolescencia y al comienzo de la edad adulta. El preadolescente está buscando su propia identidad y autonomía; por eso muestra una actitud de ruptura con todo lo que constituía su mundo anterior (situación vivida a un nivel más o menos profundo y de manera más o menos refleja). En el muchacho/a, que ya no es niño/a y todavía no es hombre-mujer, existe la aspiración de tomar en sus manos las riendas de la propia vida para construirse según un propio proyecto; hay la tendencia a replegarse sobre sí mismo para conocerse y comprenderse; y se da el deseo de apertura al otro para un intercambio y una relación de amistad, para la búsqueda de modelos según los cuales concretar el propio proyecto de vida.

En esta situación vivida por el preadolescente se pueden encontrar algunos puntos importantes de aplicación para la formación litúrgica: a través de los misterios del año litúrgico (con atención particular al leccionario) hacer descubrir el rostro de Cristo como el rostro del amigo, como el modelo del hombre verdadero, del hombre nuevo, en quien encuentra una respuesta positiva la tensión del muchacho hacia la renovación de sí mismo en el esfuerzo de crecer hacia la edad sucesiva; proponer algunos de los santos más significativos de los que hace memoria la liturgia como modelos en los que inspirarse en la búsqueda y en la construcción del propio ser hombre y cristiano; valorar la participación en celebraciones litúrgicas o paralitúrgicas como ocasión y momento de amistad, que debe madurar en actitudes y disposiciones de fraternidad cristiana, de comunión en la fe y en el compromiso concreto; éste puede ser un momento adecuado para el sacramento de la confirmación; y será necesario prepararlo, acompañarlo y continuarlo con una catequesis atenta a la necesidad que tiene el muchacho de clarificarse a sí mismo el sentido de la propia identidad cristiana, de ser confirmado en ella y de ser orientado hacia precisos compromisos operativos al servicio de la comunidad; en ellos verá definirse la propia fisonomía y responsabilidad personal, entre otras cosas como sentido de pertenencia a una comunidad concreta.

Globalmente, la concreción del hacer, del comprometerse, debe marcar particularmente la acción formativa del preadolescente.

4. FORMACIÓN LITÚRGICA EN LA ADOLESCENCIA-JUVENTUD (CATORCE. QUINCE-DIECIOCHO/VEINTE AÑOS).

En la actual situación socio-cultural, las dos fases de la edad evolutiva, adolescencia y juventud, poseen límites mutuos muy difuminados. Se podría hablar de adolescencia menor y de adolescencia mayor; pero ha prevalecido la costumbre de usar el término jóvenes como inclusivo también de adolescentes, aun teniendo en cuenta la progresión dentro de la edad que va de los catorce/quince a los dieciocho/veinte años.

La formación litúrgica de esta edad no puede olvidar que hoy el mundo juvenil constituye una cultura en sí mismo; y también frente a él se debe realizar esa -> adaptación a las diversas culturas que ya la constitución conciliar sobre la liturgia consideraba normal para otras situaciones (cf SC 37-40).

Los fermentos juveniles que han caracterizado estos últimos decenios han sido el signo de un deseo, por parte de los jóvenes, de mayor justicia, fraternidad, paz, en una perspectiva que podríamos definir universalista; deseo más o menos consciente, no falto de contradicciones, pero ciertamente intenso. El mundo juvenil, además, ha reivindicado una fisonomía y función propias, una corresponsabilidad y participación en los proyectos y en las realizaciones de la sociedad adulta. Son fenómenos que han tenido eco y repercusiones también dentro de la iglesia. Es misión de educadores y catequistas saber descubrir —dentro de estas instancias juveniles— los elementos a los que se debe apuntar para conducir a las generaciones jóvenes á un encuentro serio, estable, profundo con el misterio de Cristo y de la iglesia, como viene actuado y celebrado en la liturgia.

El grupo juvenil puede ser el lugar de estudio, investigación, reflexión, revisión de vida (programados en tiempos y situaciones adecuados), partiendo de estímulos y propuestas que provienen de la liturgia (tiempos fuertes, lecturas bíblicas, oraciones...) para llegar a una confrontación con los problemas humanos y eclesiales por los que se interesan los jóvenes más profundamente; o bien se puede invertir el itinerario metodológico: partir de esos problemas para llegar a una confrontación con la liturgia en busca de las respuesta que ésta ofrece para la vida. El elemento central para este tipo de actividades formativas será la palabra de Dios como guía para descubrir o purificar los valores de la fe, de la oración, de la caridad, del servicio; a través de una pedagogía de la fe que amplíe progresivamente los horizontes y lleve a explorar las múltiples dimensiones del misterio cristiano (evitando criterios selectivos para soluciones cómodas o fáciles).

Las misas de grupo serán el momento fuerte no sólo para llevar a cabo, incluso a nivel celebrativo, la formación litúrgica del mismo grupo, sino también para dar a los jóvenes la posibilidad de vivir una experiencia cristiana actual y significativa, expresar con sinceridad y compartir comunitariamente, sea lo que en ellos ha madurado a nivel de reflexión antecedente, sea los ecos que levanta en ellos la participación actual en el momento celebrativo. En la predicación, en las moniciones, en las oraciones, en los gestos, en los cánticos, en el mismo ambiente donde tiene lugar la celebración habrá que prestar particular atención a las adaptaciones adecuadas (lo cual no significa arbitrarias), que respeten la mentalidad, la sensibilidad y las esperanzas de los jóvenes, les permitan reencontrarse en las celebraciones y expresarse en ellas mediante una participación activa, articulada y coordinada según los diversos momentos de la celebración misma y según una oportuna distribución de papeles, servicios y funciones dentro de la asamblea celebrante.

Las indicaciones precedentes deben entenderse como dirigidas al grupo juvenil no en cuanto realidad cerrada en sí misma, sino en función de una verdadera maduración de cada joven hacia una propia autonomía espiritual y, al mismo tiempo, de cara a la expansión del grupo en la iglesia. Entonces, dentro de comunidades más amplias (por ejemplo, parroquiales), el grupo de jóvenes puede llegar a ser un elemento de estímulo para un replanteamiento de las celebraciones litúrgicas destinadas a todos los fieles —particularmente las de la eucaristía dominical—; puede ser ese fragmento de levadura que poco a poco hace fermentar en la comunidad cristiana la capacidad de expresar de manera siempre nueva el hoy de la celebración concreta.

Puede ser útil una última llamada de atención sobre el hecho de que el mundo juvenil se presenta como una realidad extremadamente variada y cambiante; en su ámbito se pueden registrar situaciones muy diversas, que pedirán, por consiguiente, soluciones prácticas diversas a nivel formativo. Esto implica, por parte de los responsables de la obra formativa, sensibilidad pedagógica, experiencia y competencia por lo que se refiere al conocimiento del mundo juvenil; pero existe una exigencia igual de fuerte de competencia, sensibilidad, apertura y equilibrio en el campo del saber y del actuar litúrgicos. Es la condición para actuar seriamente, con intervenciones formativas, en una línea de fidelidad a las exigencias de la actualidad histórica, por una parte, y, por otra, a la mejor y más genuina tradición de la iglesia.

M. L. Petrazzini

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